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Ingreso de D. Julio Sánchez Rodríguez en la Academia Hispano Americana de Cádiz

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Conferencia de ingreso en la Real Academia Hispano Americana de Ciencias, Artes y Letras de Cádiz, del académico correspondiente en Las Palmas de Gran Canaria, don Julio Sánchez Rodríguez. Lunes, 20 de enero de 2014. “Pedro Moya de Contreras, Sacerdote cordobés, Maestrescuela de la Catedral de Canarias, Inquisidor y Arzobispo de México, Virrey de Nueva España”.

Excelentísima señora Directora de la Real Academia Hispano Americana de Ciencias, Artes y Letras de Cádiz, Excelentísimo y Reverendísimo señor obispo, Dignísimas autoridades, Ilustrísimos señores académicos, señoras y señores:

Han transcurrido diez meses de mi nombramiento como Académico Correspondiente en Las Palmas de Gran Canaria de esta histórica e ilustre Academia. Quiero manifestar en primer lugar mi profundo agradecimiento por el honor que me han dispensado al considerarme apto para pertenecer a esta institución, puente cultural entre España y América. Gracias señor obispo por haberme honrado con su presencia en este acto. Gracias don José por sus amables palabras de presentación.

Canarias y Cádiz  tienen en  común que nuestra historia ha estado marcada por ser puertos de salidas y de llegadas de las naves que han unido el Viejo y el Nuevo Continente a través de nuestro Océano Atlantico. Conquistadores, colonizadores, descubridores, expedicionarios, misioneros, cronistas, científicos, mercaderes y aventureros de las tierras andaluzas y de otras regiones españolas han hecho escala en los puertos canarios. Muchos  habitantes de las Islas embarcaban en las naves procedentes de la Península para “hacer las Américas”. En los últimos años, los investigadores del arte y de la historia, han viajado a las nuevas repúblicas hispano-americanas, para realizar estudios y participar en encuentros, conferencias y congresos. Esta Real Academia, publica la “Revista Hispanoamericana”, imprescindible hoy en las bibliotecas públicas y privadas por sus magníficos e interesantes artículos. La Casa Colón de Las Palmas de Gran Canaria publica el Anuario de Estudios Atlánticos y celebra cada dos años Los Coloquios  de Historia Hispano-Americana, que gozan de gran prestigio. Yo tengo la satisfacción de haber contribuido a esta labor de encuentro y conocimiento de las dos orillas del Atlántico, mediante diversas publicaciones y conferencias, que versan sobre personajes que nacidos en Canarias o en Andalucía, han realizado una notable labor  social, política y religiosa en América. Entre los personajes estudiados destaca don Pedro Moya de Contreras, que será el objeto de esta conferencia, que, sin más preámbulo, paso a pronunciar.

El 14 de enero de 1592, fallecía en Madrid don Pedro Moya de Contreras, arzobispo de México, presidente del Consejo de Indias y Patriarca de las Indias Occidentales. Al ser informado del óbito, Felipe II exclamó: “Ha muerto en mi reino, a la verdad, uno de los mejores vasallos de mi servicio y que más bien lo hizo en él”. ¿Quién era este hombre elogiado por el rey y vituperado por muchos administradores públicos de Nueva España, encomendadores y frailes? Se ha escrito que Moya de Contreras fue el hombre más poderoso del reino tras el rey. Su currículum da fe de esta aseveración: Nacido en Los Pedroches (Córdoba), estudiante de Salamanca, ordenado sacerdote en Vich, maestrescuela de la catedral de Canarias, primer inquisidor de Nueva España, arzobispo de México, promotor del tercer sínodo mexicano, visitador de la Audiencia y de la Universidad de México, virrey de Nueva España, visitador y presidente del Consejo de Indias y Patriarca de las Indias Occidentales. Ha sido uno de los personajes españoles del siglo XVI  más estudiado por los historiadores. Su primera biografía la escribió Cristóbal Gutiérrez de Luna en 1619, con el título “Vida y heroicas virtudes del Dr. Dn. Pedro Moya de Contreras…”. En todos los libros de Historia de la América Hispana y de la Iglesia en América se habla ampliamente de Pedro Moya. Su figura no se ha olvidado ni extinguido en el correr de los tiempos. Todo lo contrario. Desde finales del siglo XIX hasta el siglo XXI, La vida de Pedro Moya ha recuperado actualidad y diversos autores han querido ver su personalidad como modélica en muchos aspectos, al mismo tiempo que polémica por su rigidez y severidad. Recordamos los autores más destacados. En México, Francisco Sosa (1877), Julio Jiménez Rueda (1944) y Francisco de Icaza Dufour (2003). Los cordobeses, Juan de la Torre y del Cerro (1960), José Nieto Cumplido (1980) y   Juan Ocaña Torrejón (1980).  El que les habla (2006). Escritores de Estados Unidos también se han interesado por Moya de Contreras: el  hispanista de California Stafford Poole (1987 y 2011) y la novelista de Washington Erma Cárdenas (“Mi vasallo más fiel”, 2002).

 

Mi conferencia no se va a ceñir a exponer sus datos biográficos. Mi objetivo será desentrañar su pensamiento, sus principios morales, sus compromisos y sus firmes decisiones a través del largo camino por el que transcurre su vida, marcada por las graves responsabilidades que Felipe II le fue encomendando.

 

Pedro Moya de Contreras nació entre 1520 y 1530 en la villa de Pedroche, en la comarca  de Los Pedroches de Sierra Morena, provincia de Córdoba. Era hijo de don Pedro Muñoz de Moscoso y de doña Catalina  Moya de Contreras. Hasta mediados del siglo XVIII se elegían indistintamente cualquier apellido de padres o abuelos, con la intención de afirmar una identidad diferenciada  de sus hermanos y familiares. En  dos protocolos de 1567 se ratifican sus apellidos y los de sus padres,  su estado clerical y su título de doctor en derecho.

 

Tres grandes figuras de la época influyeron en la formación de Pedro Moya de Contreras, que exponemos a continuación.

 

Don Acisclo Moya de Contreras, su formador como eclesiástico

 

El obispo don Acisclo Moya de Contreras, hermano de su madre y, por tanto, tío suyo, animó e impulsó a su sobrino a seguir el estado clerical,  le ayudó en su formación como sacerdote y le ordenó.  Quizás por ello adoptó sus apellidos.  Don Acisclo estudió derecho en la universidad de Salamanca y se licenció el 21 de septiembre de 1540. Fue una gran figura en la Iglesia española del siglo XVI, desarrollando una carrera meteórica: inquisidor de Zaragoza (1542-1554), obispo de Vich (1554-1564), diputado de las cortes aragonesas, padre conciliar en el tercer periodo del concilio de Trento (1562-1563) y arzobispo de Valencia (1564). Con este ascenso a la sede de Valencia y la imposición del palio arzobispal quiso el papa Pío IV premiarle por su meritoria participación en el concilio de Trento.  De la diócesis de Valencia tomó posesión en su nombre su sobrino don Pedro Moya de Contreras el 24 de abril de 1564, lo que confirma la mutua confianza y la estrecha relación que hubo entre tío y sobrino. Nueve días después, el 3 de mayo, falleció don Acisclo sin entrar en su nueva sede.

 

Don Acisclo orientó a su sobrino Pedro para que asumiese el estado clerical y estudiase derecho en Salamanca. En efecto, estudió leyes en esta universidad entre 1551 y 1554 pero no se graduó. Al terminar su ciclo de estudios, su tío lo llamó a Vich para nombrarlo secretario particular. Probablemente se doctoró en derecho en la universidad de Barcelona. Al lado de su tío obispo se ejercitó en las tareas eclesiásticas y ministeriales, principalmente las canónicas o jurídicas, que serían de gran valor en el desempeño de sus futuros cargos eclesiásticos y civiles.

 

Juan de Ovando, su formador en el humanismo y en la política.

 

Una vez  realizada la primera enseñanza en el convento franciscano de Pedroche, Pedro fue enviado por sus padres a la Corte, como paje del licenciado y sacerdote Juan de Ovando. Esta acertada decisión posibilitó que su hijo desarrollase todas sus cualidades humanas y espirituales y fuese formado bajo la dirección de uno de los hombres mejor dotados y más influyentes en la Corte.

 

Ovando fue un ejemplar eclasiástico, un sabio jurista y un político prudente. Nació en Cáceres en 1514. Formó parte del reducido grupo de consejeros de Felipe II. Era licenciado en derecho por la univeridad de Salamanca y ejerció principalmente cargos civiles. Sus primeras responsabilidades fueron de carácter eclesiástico: provisor del arzobispado de Sevilla e inquisidor de esta ciudad durante el gobierno del arzobispo Fernando de Valdés. A partir de 1564 sus cargos fueron estrictamente públicos y civiles. Así, fue designado visitador de la universidad de Alcalá con el objetivo de controlar los estudios de dicha universidad, siempre mirados con recelo. Luego llegaron los cometidos más relevantes: consejero, visitador y presidente  del Consejo de Indias, miembro del Consejo de la Inquisición y presidente del Consejo de Hacienda. Ovando ha pasado a la historia por su pensamiento humanista y su labor reformista en el Consejo de Indias. Fue definido por Marco Jiménez de Espada como “talento clarísimo, prodigioso sentido práctico, incomprensible actividad e inmaculada honradez”. Defendió que “la justicia fuese el principio prevaleciente en el gobierno de las Indias”. En 1571 redactó el “Libro de la Gobernación de las Indias”, con el propósito de que sirviese de código oficial indiano. Según Sánchez Bella con este código  se consolidaba el sistema de actuación pacífica de las nuevas expediciones. “Se prohibió la voz conquista y se dio preferencia al método evangélico; se respetaba la voluntad del indio frente al cristianismo y se reconocía su independencia, pues antes de tratar de obtener su sumisión se había de procurar conseguir su amistad y alianza; se mantenía una posición conciliadora ante la negativa de los indios a recibir la fe y se reducía el uso de la violencia a la defensa ineludible”.  Juan de Ovando fue el maestro y preceptor de Pedro Moya de Contreras. No podemos entender el pensamiento y las actuaciones de Moya de Contreras en Indias sin conocer el pensamiento y actuaciones de aquél. La influencia de Ovando en Moya es palpable, si leemos atentamente los escritos de uno y analizamos los hechos de ambos. Moya bebió desde su juventud en el principio del código ovandino, siguió sus criterios y actuó conforme a ellos. Pedro Moya de Contreras trasplantó a América lo que Juan de Ovando concibió en España.

Diego de Espinosa, el reformador confesional que confió en Pedro Moya de Contreras.

 

Nacido en la provincia de Ávila, estudió derecho en Salamanca y obtuvo la licenciatura. En 1556 fue nombrado regente del consejo de Navarra, con la misión regia de que vigilara la ortodoxia emanada del Concilio de Trento.  Recomendado por San Francisco de Borja, pasó en 1562 al Consejo de Castilla y, posteriormente, fue nombrado Inquisidor General. Al poco tiempo de llegar a la Corte, don Diego solicitó ser ordenado de presbítero. En 1568 fue promovido al obispado de Sigüenza, al mismo tiempo que el papa Pío V lo elevaba al cardenalato. Las pautas del gobierno de Felipe II fueron el autoritarismo, la centralización y la eficacia. Espinosa fue uno de los cortesanos que entendió el pensamiento del rey y, por eso, se ganó su confianza. Participó principalmente  en la implantación del confesionalismo católico en la sociedad y en la política, basado en cuatro puntos: reforma de las órdenes religiosas,  cumplimiento de las constituciones tridentinas,  publicación del catálogo de libros prohibidos y campaña de catequización y de la enseñanza religiosa, especialmente en el mundo rural. Como Inquisidor General llevó a cabo la remodelación, extensión y fortalecimiento de la institución.  El reformismo confesional que promovía el rey y ejecutaba Espinosa  se llevó a América. El nombramiento de Pedro Moya de Contreras, primero como  inquisidor de Nueva España y luego como arzobispo de México, respondía a aquellos criterios reformistas.

 

Una vez fallecido su tío Acisclo, el presbítero Pedro Moya de Contreras buscó acomodo mediante la obtención de alguna capellanía, oficio o prebenda. Consiguió los tres empleos en dos años. En primer lugar, la capellanía de San Miguel de Córdoba que había sido fundada en mayo de 1565 por el sacerdote de la diócesis de Vich Antony de Parer o Antonio Pérez, probablemente colaborador en la curia del obispo don Acisclo. Como primer capellán nombró a don Pedro Moya de Contreras, que tomó posesión de la misma por apoderado en octubre de 1565. La capellanía estaba dotada con 5.000 reales. Un año después, Moya es nombrado Inquisidor de Murcia y gana la prebenda dignidad de maestrescuela de la catedral de Canarias, con el pláceme de Felipe II.  Se trasladó a Las Palmas de Gran Canaria para incorporarse al cabildo catedralicio.  Tomó  posesión de su dignidad el 23 de mayo de 1567. En las Actas Capitulares  se le nombra reiteradamente entre 1567 y 1571. En Las Palmas entabla estrecha amistad con el canónigo doctoral Juan de Cervantes, fiscal del Santo Oficio, provisor y vicario general del obispado. Ambos estarán presentes en el acto de constitución del Tribunal de la Inquisición de Canarias, que tuvo lugar el 4 de junio de 1568, presidido por don Pedro Ortiz de Funes. En el mes de septiembre, Moya viaja a la Península por asuntos familiares con licencia del cabildo. Con esta ocasión, en abril de 1569, el propio cabildo  designó al maestrescuela, diputado en la Corte para tramitar y defender los derechos adquiridos concernientes a la Iglesia de Canarias sobre subsidios y rentas.

 

Pero aquel viaje le iba a deparar a Moya de Contreras un asunto más grave e inesperado. Por una cédula real de 25 de enero de 1569, el rey había creado el tribunal de la Inquisición de Perú y México. El Inquisidor General cardenal Espinosa había decidido, tras evacuar consultas, designar a don Pedro Moya de Contreras primer inquisidor de Nueva España. Moya se resistió a aceptar el cargo, a pesar  de la suculenta oferta de tres mil pesos de salario y una prebenda en la catedral de México. La carta del Inquisidor tiene fecha de 3 de enero de 1570, cuando ya Moya de Contreras había regresado a Canarias. Poco después contestó don Pedro con otra carta en la que manifestaba su renuncia, presentando  como excusas su enfermedad de asma, que se agravaba en la navegación, y los trámites que estaba realizando para ingresar a su hermana Marina en el monasterio de la Concepción de Córdoba.

 

Al Inquisidor General no les parecieron convincentes estas excusas y reiteró el nombramiento. Finalmente, el candidato aceptó con la condición de que el inquisidor acompañante o “segundo inquisidor” para la ardua tarea de “plantar” el Santo Oficio en México fuese su amigo y compañero de cabildo don Juan de Cervantes. El 17 de mayo envió esta carta de aceptación, propia de una persona consciente de las responsabilidades que asumía:

 

“Dios me dé gracias que bien será necesario don particular para negocio tan arduo, en mundo tan nuevo y remotísimo de gente advenediza, donde no hay certidumbre cómo será admitido este Santo Oficio, pues en España no le han faltado sus trabajos, habiéndolos tenido bien dificultosos en su fundación”.

 

El doctoral de Canarias don Juan de Cervantes aceptó sin reparos la propuesta y juntos viajaron a la Península en el verano de 1570 para recibir instrucciones  del Inquisidor General y su Consejo, que lo formaban Soto Salazar, Ovando y Vega de Fonseca.  También designaron a las personas que deberían ocupar las restantes responsabilidades del tribunal: Alonso de Bonilla como fiscal y Pedro de los Ríos como secretario. El rey firmó la cédula de nombramiento el 16 de agosto de 1570. Todos embarcaron rumbo a Canarias en Sanlúcar de Barrameda el 13 de noviembre de 1570 y arribaron en el puerto de Las Isletas de Las Palmas el día 20. Durante su estancia de seis meses en Canarias,  Pedro Moya y Juan de Cervantes hicieron escrituras de poder y cartas de pago de la dignidad de maestrescuela y la canonjía de doctoral, respectivamente. Cervantes, además, hizo testamento en La Laguna, consciente del riesgo del viaje y, quizás, con intuición premonitoria. Moya lo había redactado en Córdoba.  En el cabildo catedralicio hubo un gran disgusto y se levantó una gran polémica, pues además de perder al maestrescuela y al doctoral, el cardenal inquisidor  don Diego Espinosa obligaba a la institución eclesiástica a seguir pagándoles sus frutos y rentas. El cabildo tuvo que ceder porque fue advertido con la censura de excomunión.  Por fin, los inquisidores de Nueva España y acompañantes embarcaron rumbo a América el 2 de junio de 1571 del puerto de Santa Cruz de Tenerife. La navegación no pudo ser más accidentada y trágica. Al llegar a Cuba, Juan de Cervantes enfermó de “calenturas” y falleció. Y Pedro Moya estuvo a punto de perecer también cuando la nave embarrancó en un bajo de arena entre dos peñas. Por fin pudieron llegar en otra nave a San Juan de Ulúa, en Veracruz, el 18 de agosto. Moya reaccionó con entereza ante la muerte repentina de su amigo y compañero Cervantes e inmediatamente escribió a la Corte “para que se nombrase reemplazante”. La expedición llegó a Puebla de los Ángeles el 31 de agosto y a México el 12 de septiembre de 1571. Como epílogo de esta primera parte, leo el comentario del historiador de la Iglesia Mariano Cuevas: “A punto estuvo la Nueva España de perder a este hombre (Moya de Contreras) verdaderamente hábil, enérgico y eficaz que Dios nos envió para enderezar y alentar todas las instituciones de provecho que había entonces en el Virreinato”.

 

Pedro Moya de Contreras, debidamente adoctrinado en los principios humanistas ovandistas, en la necesidad de reformar las instituciones religiosas y civiles, y en el confesionalismo ortodoxo impulsados por el rey y ejecutado por Espinosa, trató de llevarlos a la práctica en Nueva España. Durante quine años tuvo la oportunidad de conocer, aderezar y reformar todas las instituciones, por decisión del rey. Moya fue enviado a América como primer inquisidor para poner en marcha el Santo Oficio. Pero la realidad fue otra, pues fue nombrado por el monarca arzobispo, visitador de la audiencia, visitador de la universidad y virrey. Moya sería el leal vasallo en el cumplimiento de estas complejas  y difíciles tareas, que iremos viendo a continuación.

 

Desde su llegada, Moya advirtió que su persona no era grata para los poderes civiles y eclesiásticos, que lo consideraban como el representante de un contrapoder que pretendía imponerse a las otras instituciones.  El virrey era don Martín Enríquez de Almanza, hombre activo, enérgico y emprendedor, consciente de que ostentaba la mayor responsabilidad de Nueva España, sujeto sólo al rey. Pensaba que el Tribunal de la Inquisición  era un super poder que, además de velar  por la observancia estricta de las normas de conducta y la pureza de la fe, podría inmiscuirse en el gobierno civil.  El inquisidor Moya experimentó desde los comienzos los sinsabores de la desconfianza y descortesía del virrey. Así, al acto de presentación y juramento del inquisidor celebrado con gran solemnidad en la catedral, no asistió el virrey. Luego, en la recepción protocolaria que días más tarde le ofreció, se mostró descortés y distante. Las relaciones se normalizaron con el sucesor de Enríquez, don Lorenzo Suárez Mendoza, conde de La Coruña, hombre moderado y de débil carácter.

 

Una vez establecido el Santo Oficio, se puso en marcha su maquinaria inquisitorial. Ejerció el cargo con tesón y eficacia durante tres años y celebró el primer auto de fe el 28 de febrero de 1574. La mayoría de los reos eran franceses e ingleses, algunos pertenecientes a la armada del corsario Hawkins, por luteranos. De los 71 reos, sólo dos fueron ahorcados y luego quemados. Otros habían sido liberados por falta de pruebas. Los historiadores afirman que aquellas detenciones y juicios no destacaron por su excesiva crueldad. En enero de 1574 se había recibido la noticia del nombramiento del inquisidor general como arzobispo de México y poco después le sustituyó en el Santo Oficio el fiscal Alonso Hernández Bonilla, que firmaría el segundo auto de fe en abril de 1574. A Bonilla se uniría  el licenciado Alonso Granero de Avalos en octubre de 1574. Así se cierra la historia del primer inquisidor de México. Aquí conviene recordar que “no es lícito exigir a un hombre que sea superior a la época en que viva”.

 

Cuando llegó Moya a México, el arzobispo era el anciano don Alonso de Montúfar, que había sustituido al primer arzobispo fray Juan de Zumárraga en 1551. Montúfar celebró los dos primeros concilios provinciales y creó la primera universidad en 1553. Pero su decisión más importante fue obligar a los encomenderos a cumplir las leyes del soberano a favor de los indios, que se recogieron en las constituciones de los concilios. En 1571, Montúfar estaba gravemente enfermo y el rey nombró a don Pedro Moya como obispo coadjutor con derecho a sucesión. Don Alonso falleció el 7 de marzo de 1572 y don Pedro se convirtió en el tercer arzobispo de México. Hubo que esperar a recibir las bulas del papa y, por fin, el 8 de septiembre de 1574 tomó posesión del arzobispado. Se celebró una gran fiesta popular con comedias. Asistió numeroso público, varios obispos y las autoridades, presididas por el virrey. Pero aquellos actos terminaron en un escándalo social y político que llegó al Consejo de Indias. En uno de los sainetes representados se criticaba las alcabalas o impuestos, lo que enfureció a Enríquez y juzgó el hecho de malintencionado.  Intervino la Audiencia y fueron encarcelados los responsables del sainete. Al nuevo arzobispo le pareció todo aquello una farsa y una actuación desproporcionada por un sainete al que califica de juguete literario. Así  lo manifestó en una carta a su amigo Juan de Ovando, presidente entonces del Consejo de Indias.

 

La primera preocupación del arzobispo fue la formación y buena conducta del clero.  A los tres meses de haber tomado posesión escribió el primer informe al rey sobre los 157 sacerdotes que residían en la diócesis. Su opinión es muy pesimista y poco tolerante con las faltas y debilidades de los clérigos. Manifiesta, por el contrario, su severidad y austeridad, fruto de su formación rigorista de la que ya hemos hablado. Él se proponía contar con un clero formado, sabio y virtuoso. La formación debía ser integral, fundamentada en una buena preparación teológica para poder enseñar la doctrina sin errores, y en el conocimiento de los idiomas nativos. Don Pedro Moya quiso estimular a sus sacerdotes con el ejemplo. Sabiendo sus limitaciones en materia de artes y teología, se matriculó en la universidad e hizo los cursos correspondientes bajo la dirección del padre jesuita Pedro de Hortigosa. Logró sendos doctorados. También se dedicó al estudio de la lengua de los naturales, de tal modo que predicaba y confesaba en ella.  Su proyecto de formación de los sacerdotes dio buenos resultados, pues consiguió que las parroquias de la ciudad estuviesen proveídas de clérigos idóneos y graduados, de buena vida y ejemplo para que mejor se administrasen los sacramentos.  Destacó también el arzobispo por su caridad con los pobres. Daba en limosna la mayor parte de sus prebendas. En 1576 se desató la peste, afectando principalmente a los indios. Estableció hospitales de urgencia bajo el cuidado de religiosos y él mismo se multiplicó para llevar el auxilio y el consuelo a los enfermos.

 

Entre 1576 y 1579, don Pedro Moya hizo visita pastoral a toda su diócesis. En esta visita dio pruebas evidentes de que don Pedro fue un Pastor celoso, sacrificado y entregado a sus feligreses. El 25 de abril de 1579 escribió su segunda carta al rey, informándole de los resultados de la visita pastoral. Por su contenido se deduce que el prelado se identificó con las realidades y problemas de los indios. Reconoce el arzobispo que en la mayor parte del territorio no había entrado prelado, por la vejez y enfermedad de sus predecesores, “y ser tierra muy fragosa y áspera y en extremo caliente y malsana”. Añade que ha bautizado a muchos indios adultos y viejos y a todos los ha confirmado, recibiendo los sacramentos con gran devoción y consolación, y también por ver bendecidas sus iglesias, ya que “como gente nueva y de sumario entendimiento gusta de ceremonias y actos exteriores”. Se lamenta Moya del daño que estaban haciendo los indios levantados “que hacen entradas, robando y matando diez y doce leguas en las tierras de los indios de paz y españoles”, y reprocha que no se acudiese a tiempo a remediar aquella situación.  Sobre el asunto de la concentración de los indios dispersos, pide al rey que se haga “con suavidad y buena traza y acuerdo”. Le preocupa que muchos conventos de frailes estén habitados con solo dos o tres frailes y gastan en los edificios “a su antojo”, faltando a la pobreza. Por ello  propone que se usen como centros de estudios o celebraciones de capítulos. Insiste en la instrucción de los clérigos y elogia la labor que están haciendo los colegios de los jesuitas en este sentido.

 

No era Moya de Contreras un fidelista sumiso al rey. Él entendía que la verdadera  lealtad debía estar acompañada de las quejas y críticas. En el párrafo anterior vimos cómo no tuvo reparo en hacer un reproche al rey y en darle un consejo.  Abiertamente se quejó también, como sus antecesores Zumárraga y Montúfar, de las malas prácticas del cabildo catedralicio, cuyos miembros habían sido nombrados por el rey. Los acusa de actuar y tomar graves decisiones sin contar con el arzobispo. Esta situación no se arregló hasta la década siguiente con el nombramiento  como deán de don Juan Salcedo, hombre de confianza de don Pedro. Con él cesaron las discordias y los capitulares aceptaron la autoridad del arzobispo. Añadamos que el arzobispo impulsó la construcción de la catedral metropolitana de México y promovió la devoción a la Virgen de Guadalupe.

El rey, lejos de apartar al arzobispo de tareas civiles y de gobierno, por sus desencuentros con el virrey Enríquez, y por sus quejas, reproches y consejos a raíz de la visita pastoral, intensificó su confianza en él. Pienso que el monarca estaba prendado de su personalidad, coherencia, sinceridad  y virtudes. Entre 1583 y 1585, le encargó las máximas responsabilidades, nombrándolo visitador de la audiencia, visitador de la universidad y virrey.  La visita de la audiencia sería la más enojosa, compleja y arriesgada, y quizás la que le ocasionaría la enemistad general de las fuerzas vivas de México.  La corrupción había penetrado en todos los niveles  de la justicia, y los oidores y  funcionarios conocían la rectitud del arzobispo y su defensa de la Justicia. Por ello, recibieron con gran disgusto su nombramiento como visitador. Al rey habían llegado denuncias reiteradas de los males de la Audiencia mexicana: divisiones, malversación de fondos, indebida aplicación de las rentas, etc.  El prelado actuó desde el principio con mucho tacto y escuchando a todos. Cuando tuvo cumplido conocimiento de la realidad, informó al rey en carta datada el 26 de octubre de 1583, y le propuso los remedios que eran necesarios aplicar, pidiendo previamente facultad para cometer, sentenciar y ejecutar. No le tembló el pulso al visitador a la hora de aplicar grandes remedios a grandes males. Los historiadores no coinciden en el alcance de las penas impuestas por don Pedro Moya. Mientras que unos aseguran que, incluso, fueron ahorcados algunos funcionarios de rentas que habían defraudado a la Corona, otros lo niegan y suavizan las penas impuestas a las siguientes:  suspensión de cuatro oidores por realizar negocios y matrimonios sin licencia real; suspensión, encarcelamiento y venta de sus bienes a tres oficiales reales de Hacienda; destitución y multa al tesorero y contador de Veracruz y a otros funcionarios menores.

 

La visita de la Universidad fue de naturaleza completamente diferente. Anteriormente, en 1579,  ya había realizado una visita con la finalidad de reformar los estatutos en profundidad. Los catedráticos y alumnos sintonizaban con el arzobispo y se alegraban de sus visitas. La segunda fue ordenada por cédula de 3 de mayo de 1583 y tuvo un hondo calado. Se trataba “de averiguar cómo y de qué manera se gastaban y distribuían las rentas de ella y si habían las cátedras y prebendas conforme al orden que estaba dado, y los catedráticos leían las cátedras como debían y a los tiempos que eran obligados”. El resultado fue muy positivo y no se halló irregularidad alguna. La utilidad pública era el principio que sostenía el pensamiento de Moya. Por eso, vio la necesidad de construir un edificio nuevo y más amplio para la universidad, “en que se puedan leer todas las ciencias de santa teología, cánones, leyes,  medicina, artes, retórica y gramática y las demás ciencias para el servicio de Dios Nuestro Señor, y bien de estos reinos, vecinos y naturales de ellos”. Un año después, el propio arzobispo bendijo y colocó la primera piedra del nuevo edificio.

 

La actuación más desagradable que tuvo el arzobispo Moya fue con las órdenes religiosas. Ya vimos que en la visita pastoral mostró su preocupación porque los religiosos no vivían en comunidades, sino en pequeños grupos de dos o tres frailes. El 26 de octubre de 1583 escribió al rey su cuarta carta exponiéndole este asunto y la necesidad de su reforma. Recibió Moya una cédula real que le dio ocasión para convocar en su casa a los superiores principales de las órdenes religiosas para informarles de su contenido. La cédula real tenía como objetivo “enderezar a la perfección, clausura y observancia de sus reglas, y a evitar la relajación e inconvenientes que se siguen del modo de vivir que al presente tienen, estando dispersos en las más casas de dos en dos. Para cumplir este mandato, el arzobispo les ofreció que eligiesen las mejores casas de las que ahora tienen, para su perpetuidad y para que se recojan conventualmente. La reacción de los frailes fue descorazonadora para el prelado, pues no aceptaron la reforma y decidieron enviar una comisión a España para tratar este asunto en la Corte. El arzobispo no se amedrentó y escribió al rey para que no recibiese a los rebeldes y no se les dejase regresar a América. Además, propone que aquellos religiosos que rehúsen la vida y regla que profesaron se les castiguen con penas canónicas, revocándoles la facultad que tienen para administrar los sacramentos a los indios.

 

Algunos autores, como Ernesto de la Torre, critican duramente la severa actuación del arzobispo, que parecía ignorar los esfuerzos que las órdenes religiosas habían realizado en la labor evangelizadora. No obstante, creemos que las exigencias del arzobispo se ceñían al cumplimiento de las constituciones reformadoras del Concilio de Trento, que el rey y el Consejo de Indias habían asumido. Era cierto que la relajación en la observancia de las reglas de las órdenes se había expandido por el reino de las Españas.

 

Don Pedro Moya de Contreras llegó a la cúspide del poder el 25 de septiembre de 1584, al ser nombrado por el monarca virrey, gobernador y capitán general de Nueva España. Sería el primer prelado eclesiástico que ocupase este cargo de máxima responsabilidad.  Le seguirían en  los próximos siglos nueve más , entre ello el beato Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Puebla de los Ángeles, en 1642. El gobierno de Moya fue breve, poco más de un año, pero muy eficiente y ejemplar. Algunas de sus decisiones son válidas para nuestro tiempo. Así, prescindió de la guardia que le correspondía como virrey, destinando los sueldos  del capitán y de los alabarderos a los necesitados. No aceptaba recomendaciones para la provisión de empleos, fijándose solo en la preparación e integridad de los candidatos. Reformó la hacienda, reorganizando con acierto la percepción de las rentas. Cambió la política del tratamiento de los indios, impidiendo que se aplicase el agrupamiento en poblaciones de los que vivían en ranchos diseminados por la sierra, como había ordenado el rey, mal informado. El virrey escribió al rey dándole cuenta de los motivos que existían para no poner en observancia su real mandato. Don Pedro cesó como virrey el 18 de octubre de 1585.

 

El acontecimiento más trascendente del pontificado de don Pedro Moya de Contreras fue la celebración del tercer concilio provincial en los meses de enero a septiembre de 1585. Asistieron nueve obispos de las diócesis de México y Guatemala y un representante de la diócesis de Filipinas. También estuvieron presentes representantes de los cabildos catedralicios y de las órdenes religiosas. Varios teólogos y canonistas participaron como asesores. Se aprobaron 576 decretos recogidos en cinco libros con 59 títulos, que tratan sobre sacramentos, párrocos, parroquias, clérigos, monasterios, visitas, censuras, juicios, delitos y penas. Fue un concilio práctico por su acercamiento a la realidad de la Iglesia, sin grandes discursos y sentencias. Asunto prioritario fue la formación del clero. Los autores han destacado la fuerte incidencia social y política del concilio, de tal modo que se intentó impedir la publicación del concilio con la excusa de que era necesario la aprobación regia. La defensa de los indios fue el asunto estrella. Después de constatar la deplorable situación en que se hallaban todavía los indígenas, se reprobó el sistema de repartimiento obligatorio para realizar labores en el campo, edificios y minas. Se denunció los injustos gravámenes que hacían los españoles a los naturales y se decretaron las penas que debían recaer contra los infractores. El sínodo fue aprobado por el papa Sixto V el 28 de octubre de 1589 y por cédula real de Felipe II el 18 de septiembre de 1591. Las constituciones del concilio continuaron vigentes hasta finales del siglo XVIII. Y todavía en el siglo XX diversos autores han seguido publicando estudios y libros sobre este concilio.

 

Finalizo este discurso exponiendo el enigma de don Pedro Moya de Contreras. Después de quince años de intensa actividad, ejerciendo las más variadas y difíciles responsabilidades, tanto eclesiásticas como civiles, en el verano de 1586 el arzobispo decidió viajar a España para entrevistarse con el rey y dar cuenta de los resultados de su gestión. ¿Qué le movió a don Pedro a tomar esta iniciativa? Al parecer sus enemigos, que no eran pocos, no cesaban de enviar a la Corte quejas y libelos injuriosos contra su persona. Frailes, oidores, funcionarios y encomenderos no cejaban en su empeño de desacreditar al arzobispo, que además había sido visitador de la audiencia y virrey. A Don Pedro no le parecía suficiente el envío al monarca de sus informes y cartas. Pienso que él quería aclarar todo en la Corte, porque la práctica de la justicia había sido el norte de su vida y su honra era ser tenido como hombre justo. La ciudad de México lo despidió con grandes homenajes, presintiendo que no regresaría. Como gobernador del arzobispado nombró en su ausencia al dominico fray Pedro de Pravia, maestro de teología y uno de los artífices del concilio provincial. La misa de despedida se celebró el 11 de junio de 1586. Luego se trasladó al santuario de Guadalupe para despedirse de Nuestra Señora. De allí partió al puerto de Veracruz  para embarcar en la flota que saldría en el mes de julio. Desembarcó en el puerto de Sevilla, donde fue recibido por el arzobispo don Rodrigo de Castro y Osorio. A la espera de la llamada del rey para trasladarse a la Corte, decidió visitar Córdoba, su tierra natal.  El obispado de Córdoba estaba en sede vacante, y el cabildo le rindió homenaje y le dio facultades para realizar actos pontificales e impartir órdenes sagradas. A mediados de 1587 ya estaba en la Corte. El rey  quedó prendado de las cualidades y del buen juicio del arzobispo y aprobó su labor realizada en América, en contra de lo que le habían expuesto sus enemigos. Así se lo manifestó al papa en una carta que su embajador en Roma, el conde de Olivares, le hizo llegar: “para asentar las cosas de nuestra santa fe católica entre aquellas nuevas plantas con la integridad que se requería en la adolescencia de la administración, y siendo necesario enviar a ello persona de mucha confianza y suficiencia, elegí la del doctor don Pedro Moya de Contreras, que en aquella sazón  era inquisidor apostólico en el reino de Murcia, al cual después de haber asentado aquel Tribunal, y procedido en su ejercicio loablemente, le presenté a la Iglesia y Arzobispado de México de aquellas provincias, para cuyo negocio ha 19 años que fue consagrado, y demás que hubo concilio provincial con nueve prelados sufragáneos (donde se ordenaron muchas cosas tocantes al buen gobierno espiritual de aquellas Iglesias, corrección y perfección del estado clerical,  cuya determinación fue apoyada por la santa sede apostólica), le cometí la visita de aquellos reinos , y después el gobierno de ellos, y habiendo venido a darme cuenta de lo que de ambos estados había resultado, y sido ésta conforme a la satisfacción que tuve de su poder, le encargué la visita de mi real consejo de las Indias, en la cual procedió  con beneplácito de esa misma Santa Sede, y últimamente le he proveído por presidente de dicho consejo, esperando que mediante  la larga experiencia y noticias que tiene de las cosas de aquellos reinos (tan distantes de mi presencia) se procederá como conviene en el gobierno…”.

 

El rey, en efecto, en mayo de 1588 le encargó la visita y reforma del Real Consejo de Indias, haciéndole juez de los jueces, convencido de su eficaz actuación en Nueva España en menesteres similares, como las visitas a la audiencia y a la universidad. Tan satisfecho quedó el rey de su buen hacer, comprobado por sí mismo y no por informes que llegaban de la lejana América, que decidió nombrarle  presidente de dicho Consejo de Indias, autoridad la más alta, fuera del rey, en materia de gobierno de las Indias.  Incluso encargó a su embajador en Roma, el conde de Olivares, que solicitara al papa la prórroga de la licencia del arzobispo don Pedro Moya para permanecer un año más en España.  El nuevo presidente del Consejo empezó a trabajar con la entrega y eficacia que le caracterizaban. Conocedor de las injusticias que todavía se practicaban en la sociedad americana, sobre todo favoreciendo a los españoles recién llegados en los accesos a los puestos y dignidades, dictaminó que los criollos fuesen proveídos obispos, arzobispos, oidores, inquisidores, alcaldes de corte, dignidades y prebendados. El criterio de elección debía ser no la procedencia, sino la inteligencia, la ciencia y la virtud.

 

Pero hizo más el rey en favor del prelado. En febrero de 1591 pidió al Sumo Pontífice que tuviese a bien conceder el  título de Patriarca de las Indias Occidentales sin ejercicio a don Pedro Moya de Contreras arzobispo de México “a quien he proveído por presidente de ellas, por su bueno y loable proceder”. Este título honorífico y el arzobispado de México los poseyó don Pedro hasta su muerte. En el mes de octubre de aquel año de 1591, don Pedro enfermó gravemente. Falleció, como dijimos al principio,

el 14 de enero de 1592, con gran pesadumbre de cuantos lo trataron o supieron las virtudes de que se hallaba adornado, y dejando un vacío difícil de llenar en la corte de Felipe II.

 

Termino recordando el elogio que pronunció el rey al ser informado del óbito: “Hoy ha muerto en mi reino, a la verdad, uno de los mejores vasallos de mi servicio y que más bien lo hizo en él”. Algunos autores matizan la expresión del monarca, afirmando que lo que exactamente dijo fue lo siguiente: “Hoy ha muerto la Verdad en mi reino, uno de los mejores vasallos de mi servicio y que más bien lo hizo en él”…Hoy ha muerto la Verdad en mi reino… una expresión filosófica, que ciertamente define con acierto y precisión la personalidad y el pensamiento de don Pedro Moya de Contreras, un hombre auténtico, sin engaño, que buscó y sirvió a la Verdad. Muchas gracias.