Excelentísima señora Directora de la Real Academia Hispano Americana de Ciencias, Artes y Letras de Cádiz, Excelentísimo y Reverendísimo señor obispo, Dignísimas autoridades, Ilustrísimos señores académicos, señoras y señores:
Han transcurrido diez meses de mi nombramiento como Académico Correspondiente en Las Palmas de Gran Canaria de esta histórica e ilustre Academia. Quiero manifestar en primer lugar mi profundo agradecimiento por el honor que me han dispensado al considerarme apto para pertenecer a esta institución, puente cultural entre España y América. Gracias señor obispo por haberme honrado con su presencia en este acto. Gracias don José por sus amables palabras de presentación.
Canarias y Cádiz tienen en común que nuestra historia ha estado marcada por ser puertos de salidas y de llegadas de las naves que han unido el Viejo y el Nuevo Continente a través de nuestro Océano Atlantico. Conquistadores, colonizadores, descubridores, expedicionarios, misioneros, cronistas, científicos, mercaderes y aventureros de las tierras andaluzas y de otras regiones españolas han hecho escala en los puertos canarios. Muchos habitantes de las Islas embarcaban en las naves procedentes de la Península para “hacer las Américas”. En los últimos años, los investigadores del arte y de la historia, han viajado a las nuevas repúblicas hispano-americanas, para realizar estudios y participar en encuentros, conferencias y congresos. Esta Real Academia, publica la “Revista Hispanoamericana”, imprescindible hoy en las bibliotecas públicas y privadas por sus magníficos e interesantes artículos. La Casa Colón de Las Palmas de Gran Canaria publica el Anuario de Estudios Atlánticos y celebra cada dos años Los Coloquios de Historia Hispano-Americana, que gozan de gran prestigio. Yo tengo la satisfacción de haber contribuido a esta labor de encuentro y conocimiento de las dos orillas del Atlántico, mediante diversas publicaciones y conferencias, que versan sobre personajes que nacidos en Canarias o en Andalucía, han realizado una notable labor social, política y religiosa en América. Entre los personajes estudiados destaca don Pedro Moya de Contreras, que será el objeto de esta conferencia, que, sin más preámbulo, paso a pronunciar.
El 14 de enero de 1592, fallecía en Madrid don Pedro Moya de Contreras, arzobispo de México, presidente del Consejo de Indias y Patriarca de las Indias Occidentales. Al ser informado del óbito, Felipe II exclamó: “Ha muerto en mi reino, a la verdad, uno de los mejores vasallos de mi servicio y que más bien lo hizo en él”. ¿Quién era este hombre elogiado por el rey y vituperado por muchos administradores públicos de Nueva España, encomendadores y frailes? Se ha escrito que Moya de Contreras fue el hombre más poderoso del reino tras el rey. Su currículum da fe de esta aseveración: Nacido en Los Pedroches (Córdoba), estudiante de Salamanca, ordenado sacerdote en Vich, maestrescuela de la catedral de Canarias, primer inquisidor de Nueva España, arzobispo de México, promotor del tercer sínodo mexicano, visitador de la Audiencia y de la Universidad de México, virrey de Nueva España, visitador y presidente del Consejo de Indias y Patriarca de las Indias Occidentales. Ha sido uno de los personajes españoles del siglo XVI más estudiado por los historiadores. Su primera biografía la escribió Cristóbal Gutiérrez de Luna en 1619, con el título “Vida y heroicas virtudes del Dr. Dn. Pedro Moya de Contreras…”. En todos los libros de Historia de la América Hispana y de la Iglesia en América se habla ampliamente de Pedro Moya. Su figura no se ha olvidado ni extinguido en el correr de los tiempos. Todo lo contrario. Desde finales del siglo XIX hasta el siglo XXI, La vida de Pedro Moya ha recuperado actualidad y diversos autores han querido ver su personalidad como modélica en muchos aspectos, al mismo tiempo que polémica por su rigidez y severidad. Recordamos los autores más destacados. En México, Francisco Sosa (1877), Julio Jiménez Rueda (1944) y Francisco de Icaza Dufour (2003). Los cordobeses, Juan de la Torre y del Cerro (1960), José Nieto Cumplido (1980) y Juan Ocaña Torrejón (1980). El que les habla (2006). Escritores de Estados Unidos también se han interesado por Moya de Contreras: el hispanista de California Stafford Poole (1987 y 2011) y la novelista de Washington Erma Cárdenas (“Mi vasallo más fiel”, 2002).
Mi conferencia no se va a ceñir a exponer sus datos biográficos. Mi objetivo será desentrañar su pensamiento, sus principios morales, sus compromisos y sus firmes decisiones a través del largo camino por el que transcurre su vida, marcada por las graves responsabilidades que Felipe II le fue encomendando.
Pedro Moya de Contreras nació entre 1520 y 1530 en la villa de Pedroche, en la comarca de Los Pedroches de Sierra Morena, provincia de Córdoba. Era hijo de don Pedro Muñoz de Moscoso y de doña Catalina Moya de Contreras. Hasta mediados del siglo XVIII se elegían indistintamente cualquier apellido de padres o abuelos, con la intención de afirmar una identidad diferenciada de sus hermanos y familiares. En dos protocolos de 1567 se ratifican sus apellidos y los de sus padres, su estado clerical y su título de doctor en derecho.
Tres grandes figuras de la época influyeron en la formación de Pedro Moya de Contreras, que exponemos a continuación.
Don Acisclo Moya de Contreras, su formador como eclesiástico
El obispo don Acisclo Moya de Contreras, hermano de su madre y, por tanto, tío suyo, animó e impulsó a su sobrino a seguir el estado clerical, le ayudó en su formación como sacerdote y le ordenó. Quizás por ello adoptó sus apellidos. Don Acisclo estudió derecho en la universidad de Salamanca y se licenció el 21 de septiembre de 1540. Fue una gran figura en la Iglesia española del siglo XVI, desarrollando una carrera meteórica: inquisidor de Zaragoza (1542-1554), obispo de Vich (1554-1564), diputado de las cortes aragonesas, padre conciliar en el tercer periodo del concilio de Trento (1562-1563) y arzobispo de Valencia (1564). Con este ascenso a la sede de Valencia y la imposición del palio arzobispal quiso el papa Pío IV premiarle por su meritoria participación en el concilio de Trento. De la diócesis de Valencia tomó posesión en su nombre su sobrino don Pedro Moya de Contreras el 24 de abril de 1564, lo que confirma la mutua confianza y la estrecha relación que hubo entre tío y sobrino. Nueve días después, el 3 de mayo, falleció don Acisclo sin entrar en su nueva sede.
Don Acisclo orientó a su sobrino Pedro para que asumiese el estado clerical y estudiase derecho en Salamanca. En efecto, estudió leyes en esta universidad entre 1551 y 1554 pero no se graduó. Al terminar su ciclo de estudios, su tío lo llamó a Vich para nombrarlo secretario particular. Probablemente se doctoró en derecho en la universidad de Barcelona. Al lado de su tío obispo se ejercitó en las tareas eclesiásticas y ministeriales, principalmente las canónicas o jurídicas, que serían de gran valor en el desempeño de sus futuros cargos eclesiásticos y civiles.
Juan de Ovando, su formador en el humanismo y en la política.
Una vez realizada la primera enseñanza en el convento franciscano de Pedroche, Pedro fue enviado por sus padres a la Corte, como paje del licenciado y sacerdote Juan de Ovando. Esta acertada decisión posibilitó que su hijo desarrollase todas sus cualidades humanas y espirituales y fuese formado bajo la dirección de uno de los hombres mejor dotados y más influyentes en la Corte.
Ovando fue un ejemplar eclasiástico, un sabio jurista y un político prudente. Nació en Cáceres en 1514. Formó parte del reducido grupo de consejeros de Felipe II. Era licenciado en derecho por la univeridad de Salamanca y ejerció principalmente cargos civiles. Sus primeras responsabilidades fueron de carácter eclesiástico: provisor del arzobispado de Sevilla e inquisidor de esta ciudad durante el gobierno del arzobispo Fernando de Valdés. A partir de 1564 sus cargos fueron estrictamente públicos y civiles. Así, fue designado visitador de la universidad de Alcalá con el objetivo de controlar los estudios de dicha universidad, siempre mirados con recelo. Luego llegaron los cometidos más relevantes: consejero, visitador y presidente del Consejo de Indias, miembro del Consejo de la Inquisición y presidente del Consejo de Hacienda. Ovando ha pasado a la historia por su pensamiento humanista y su labor reformista en el Consejo de Indias. Fue definido por Marco Jiménez de Espada como “talento clarísimo, prodigioso sentido práctico, incomprensible actividad e inmaculada honradez”. Defendió que “la justicia fuese el principio prevaleciente en el gobierno de las Indias”. En 1571 redactó el “Libro de la Gobernación de las Indias”, con el propósito de que sirviese de código oficial indiano. Según Sánchez Bella con este código se consolidaba el sistema de actuación pacífica de las nuevas expediciones. “Se prohibió la voz conquista y se dio preferencia al método evangélico; se respetaba la voluntad del indio frente al cristianismo y se reconocía su independencia, pues antes de tratar de obtener su sumisión se había de procurar conseguir su amistad y alianza; se mantenía una posición conciliadora ante la negativa de los indios a recibir la fe y se reducía el uso de la violencia a la defensa ineludible”. Juan de Ovando fue el maestro y preceptor de Pedro Moya de Contreras. No podemos entender el pensamiento y las actuaciones de Moya de Contreras en Indias sin conocer el pensamiento y actuaciones de aquél. La influencia de Ovando en Moya es palpable, si leemos atentamente los escritos de uno y analizamos los hechos de ambos. Moya bebió desde su juventud en el principio del código ovandino, siguió sus criterios y actuó conforme a ellos. Pedro Moya de Contreras trasplantó a América lo que Juan de Ovando concibió en España.
Diego de Espinosa, el reformador confesional que confió en Pedro Moya de Contreras.
Nacido en la provincia de Ávila, estudió derecho en Salamanca y obtuvo la licenciatura. En 1556 fue nombrado regente del consejo de Navarra, con la misión regia de que vigilara la ortodoxia emanada del Concilio de Trento. Recomendado por San Francisco de Borja, pasó en 1562 al Consejo de Castilla y, posteriormente, fue nombrado Inquisidor General. Al poco tiempo de llegar a la Corte, don Diego solicitó ser ordenado de presbítero. En 1568 fue promovido al obispado de Sigüenza, al mismo tiempo que el papa Pío V lo elevaba al cardenalato. Las pautas del gobierno de Felipe II fueron el autoritarismo, la centralización y la eficacia. Espinosa fue uno de los cortesanos que entendió el pensamiento del rey y, por eso, se ganó su confianza. Participó principalmente en la implantación del confesionalismo católico en la sociedad y en la política, basado en cuatro puntos: reforma de las órdenes religiosas, cumplimiento de las constituciones tridentinas, publicación del catálogo de libros prohibidos y campaña de catequización y de la enseñanza religiosa, especialmente en el mundo rural. Como Inquisidor General llevó a cabo la remodelación, extensión y fortalecimiento de la institución. El reformismo confesional que promovía el rey y ejecutaba Espinosa se llevó a América. El nombramiento de Pedro Moya de Contreras, primero como inquisidor de Nueva España y luego como arzobispo de México, respondía a aquellos criterios reformistas.
Una vez fallecido su tío Acisclo, el presbítero Pedro Moya de Contreras buscó acomodo mediante la obtención de alguna capellanía, oficio o prebenda. Consiguió los tres empleos en dos años. En primer lugar, la capellanía de San Miguel de Córdoba que había sido fundada en mayo de 1565 por el sacerdote de la diócesis de Vich Antony de Parer o Antonio Pérez, probablemente colaborador en la curia del obispo don Acisclo. Como primer capellán nombró a don Pedro Moya de Contreras, que tomó posesión de la misma por apoderado en octubre de 1565. La capellanía estaba dotada con 5.000 reales. Un año después, Moya es nombrado Inquisidor de Murcia y gana la prebenda dignidad de maestrescuela de la catedral de Canarias, con el pláceme de Felipe II. Se trasladó a Las Palmas de Gran Canaria para incorporarse al cabildo catedralicio. Tomó posesión de su dignidad el 23 de mayo de 1567. En las Actas Capitulares se le nombra reiteradamente entre 1567 y 1571. En Las Palmas entabla estrecha amistad con el canónigo doctoral Juan de Cervantes, fiscal del Santo Oficio, provisor y vicario general del obispado. Ambos estarán presentes en el acto de constitución del Tribunal de la Inquisición de Canarias, que tuvo lugar el 4 de junio de 1568, presidido por don Pedro Ortiz de Funes. En el mes de septiembre, Moya viaja a la Península por asuntos familiares con licencia del cabildo. Con esta ocasión, en abril de 1569, el propio cabildo designó al maestrescuela, diputado en la Corte para tramitar y defender los derechos adquiridos concernientes a la Iglesia de Canarias sobre subsidios y rentas.
Pero aquel viaje le iba a deparar a Moya de Contreras un asunto más grave e inesperado. Por una cédula real de 25 de enero de 1569, el rey había creado el tribunal de la Inquisición de Perú y México. El Inquisidor General cardenal Espinosa había decidido, tras evacuar consultas, designar a don Pedro Moya de Contreras primer inquisidor de Nueva España. Moya se resistió a aceptar el cargo, a pesar de la suculenta oferta de tres mil pesos de salario y una prebenda en la catedral de México. La carta del Inquisidor tiene fecha de 3 de enero de 1570, cuando ya Moya de Contreras había regresado a Canarias. Poco después contestó don Pedro con otra carta en la que manifestaba su renuncia, presentando como excusas su enfermedad de asma, que se agravaba en la navegación, y los trámites que estaba realizando para ingresar a su hermana Marina en el monasterio de la Concepción de Córdoba.
Al Inquisidor General no les parecieron convincentes estas excusas y reiteró el nombramiento. Finalmente, el candidato aceptó con la condición de que el inquisidor acompañante o “segundo inquisidor” para la ardua tarea de “plantar” el Santo Oficio en México fuese su amigo y compañero de cabildo don Juan de Cervantes. El 17 de mayo envió esta carta de aceptación, propia de una persona consciente de las responsabilidades que asumía:
“Dios me dé gracias que bien será necesario don particular para negocio tan arduo, en mundo tan nuevo y remotísimo de gente advenediza, donde no hay certidumbre cómo será admitido este Santo Oficio, pues en España no le han faltado sus trabajos, habiéndolos tenido bien dificultosos en su fundación”.
El doctoral de Canarias don Juan de Cervantes aceptó sin reparos la propuesta y juntos viajaron a la Península en el verano de 1570 para recibir instrucciones del Inquisidor General y su Consejo, que lo formaban Soto Salazar, Ovando y Vega de Fonseca. También designaron a las personas que deberían ocupar las restantes responsabilidades del tribunal: Alonso de Bonilla como fiscal y Pedro de los Ríos como secretario. El rey firmó la cédula de nombramiento el 16 de agosto de 1570. Todos embarcaron rumbo a Canarias en Sanlúcar de Barrameda el 13 de noviembre de 1570 y arribaron en el puerto de Las Isletas de Las Palmas el día 20. Durante su estancia de seis meses en Canarias, Pedro Moya y Juan de Cervantes hicieron escrituras de poder y cartas de pago de la dignidad de maestrescuela y la canonjía de doctoral, respectivamente. Cervantes, además, hizo testamento en La Laguna, consciente del riesgo del viaje y, quizás, con intuición premonitoria. Moya lo había redactado en Córdoba. En el cabildo catedralicio hubo un gran disgusto y se levantó una gran polémica, pues además de perder al maestrescuela y al doctoral, el cardenal inquisidor don Diego Espinosa obligaba a la institución eclesiástica a seguir pagándoles sus frutos y rentas. El cabildo tuvo que ceder porque fue advertido con la censura de excomunión. Por fin, los inquisidores de Nueva España y acompañantes embarcaron rumbo a América el 2 de junio de 1571 del puerto de Santa Cruz de Tenerife. La navegación no pudo ser más accidentada y trágica. Al llegar a Cuba, Juan de Cervantes enfermó de “calenturas” y falleció. Y Pedro Moya estuvo a punto de perecer también cuando la nave embarrancó en un bajo de arena entre dos peñas. Por fin pudieron llegar en otra nave a San Juan de Ulúa, en Veracruz, el 18 de agosto. Moya reaccionó con entereza ante la muerte repentina de su amigo y compañero Cervantes e inmediatamente escribió a la Corte “para que se nombrase reemplazante”. La expedición llegó a Puebla de los Ángeles el 31 de agosto y a México el 12 de septiembre de 1571. Como epílogo de esta primera parte, leo el comentario del historiador de la Iglesia Mariano Cuevas: “A punto estuvo la Nueva España de perder a este hombre (Moya de Contreras) verdaderamente hábil, enérgico y eficaz que Dios nos envió para enderezar y alentar todas las instituciones de provecho que había entonces en el Virreinato”.
Pedro Moya de Contreras, debidamente adoctrinado en los principios humanistas ovandistas, en la necesidad de reformar las instituciones religiosas y civiles, y en el confesionalismo ortodoxo impulsados por el rey y ejecutado por Espinosa, trató de llevarlos a la práctica en Nueva España. Durante quine años tuvo la oportunidad de conocer, aderezar y reformar todas las instituciones, por decisión del rey. Moya fue enviado a América como primer inquisidor para poner en marcha el Santo Oficio. Pero la realidad fue otra, pues fue nombrado por el monarca arzobispo, visitador de la audiencia, visitador de la universidad y virrey. Moya sería el leal vasallo en el cumplimiento de estas complejas y difíciles tareas, que iremos viendo a continuación.
Desde su llegada, Moya advirtió que su persona no era grata para los poderes civiles y eclesiásticos, que lo consideraban como el representante de un contrapoder que pretendía imponerse a las otras instituciones. El virrey era don Martín Enríquez de Almanza, hombre activo, enérgico y emprendedor, consciente de que ostentaba la mayor responsabilidad de Nueva España, sujeto sólo al rey. Pensaba que el Tribunal de la Inquisición era un super poder que, además de velar por la observancia estricta de las normas de conducta y la pureza de la fe, podría inmiscuirse en el gobierno civil. El inquisidor Moya experimentó desde los comienzos los sinsabores de la desconfianza y descortesía del virrey. Así, al acto de presentación y juramento del inquisidor celebrado con gran solemnidad en la catedral, no asistió el virrey. Luego, en la recepción protocolaria que días más tarde le ofreció, se mostró descortés y distante. Las relaciones se normalizaron con el sucesor de Enríquez, don Lorenzo Suárez Mendoza, conde de La Coruña, hombre moderado y de débil carácter.
Una vez establecido el Santo Oficio, se puso en marcha su maquinaria inquisitorial. Ejerció el cargo con tesón y eficacia durante tres años y celebró el primer auto de fe el 28 de febrero de 1574. La mayoría de los reos eran franceses e ingleses, algunos pertenecientes a la armada del corsario Hawkins, por luteranos. De los 71 reos, sólo dos fueron ahorcados y luego quemados. Otros habían sido liberados por falta de pruebas. Los historiadores afirman que aquellas detenciones y juicios no destacaron por su excesiva crueldad. En enero de 1574 se había recibido la noticia del nombramiento del inquisidor general como arzobispo de México y poco después le sustituyó en el Santo Oficio el fiscal Alonso Hernández Bonilla, que firmaría el segundo auto de fe en abril de 1574. A Bonilla se uniría el licenciado Alonso Granero de Avalos en octubre de 1574. Así se cierra la historia del primer inquisidor de México. Aquí conviene recordar que “no es lícito exigir a un hombre que sea superior a la época en que viva”.
Cuando llegó Moya a México, el arzobispo era el anciano don Alonso de Montúfar, que había sustituido al primer arzobispo fray Juan de Zumárraga en 1551. Montúfar celebró los dos primeros concilios provinciales y creó la primera universidad en 1553. Pero su decisión más importante fue obligar a los encomenderos a cumplir las leyes del soberano a favor de los indios, que se recogieron en las constituciones de los concilios. En 1571, Montúfar estaba gravemente enfermo y el rey nombró a don Pedro Moya como obispo coadjutor con derecho a sucesión. Don Alonso falleció el 7 de marzo de 1572 y don Pedro se convirtió en el tercer arzobispo de México. Hubo que esperar a recibir las bulas del papa y, por fin, el 8 de septiembre de 1574 tomó posesión del arzobispado. Se celebró una gran fiesta popular con comedias. Asistió numeroso público, varios obispos y las autoridades, presididas por el virrey. Pero aquellos actos terminaron en un escándalo social y político que llegó al Consejo de Indias. En uno de los sainetes representados se criticaba las alcabalas o impuestos, lo que enfureció a Enríquez y juzgó el hecho de malintencionado. Intervino la Audiencia y fueron encarcelados los responsables del sainete. Al nuevo arzobispo le pareció todo aquello una farsa y una actuación desproporcionada por un sainete al que califica de juguete literario. Así lo manifestó en una carta a su amigo Juan de Ovando, presidente entonces del Consejo de Indias.
La primera preocupación del arzobispo fue la formación y buena conducta del clero. A los tres meses de haber tomado posesión escribió el primer informe al rey sobre los 157 sacerdotes que residían en la diócesis. Su opinión es muy pesimista y poco tolerante con las faltas y debilidades de los clérigos. Manifiesta, por el contrario, su severidad y austeridad, fruto de su formación rigorista de la que ya hemos hablado. Él se proponía contar con un clero formado, sabio y virtuoso. La formación debía ser integral, fundamentada en una buena preparación teológica para poder enseñar la doctrina sin errores, y en el conocimiento de los idiomas nativos. Don Pedro Moya quiso estimular a sus sacerdotes con el ejemplo. Sabiendo sus limitaciones en materia de artes y teología, se matriculó en la universidad e hizo los cursos correspondientes bajo la dirección del padre jesuita Pedro de Hortigosa. Logró sendos doctorados. También se dedicó al estudio de la lengua de los naturales, de tal modo que predicaba y confesaba en ella. Su proyecto de formación de los sacerdotes dio buenos resultados, pues consiguió que las parroquias de la ciudad estuviesen proveídas de clérigos idóneos y graduados, de buena vida y ejemplo para que mejor se administrasen los sacramentos. Destacó también el arzobispo por su caridad con los pobres. Daba en limosna la mayor parte de sus prebendas. En 1576 se desató la peste, afectando principalmente a los indios. Estableció hospitales de urgencia bajo el cuidado de religiosos y él mismo se multiplicó para llevar el auxilio y el consuelo a los enfermos.
Entre 1576 y 1579, don Pedro Moya hizo visita pastoral a toda su diócesis. En esta visita dio pruebas evidentes de que don Pedro fue un Pastor celoso, sacrificado y entregado a sus feligreses. El 25 de abril de 1579 escribió su segunda carta al rey, informándole de los resultados de la visita pastoral. Por su contenido se deduce que el prelado se identificó con las realidades y problemas de los indios. Reconoce el arzobispo que en la mayor parte del territorio no había entrado prelado, por la vejez y enfermedad de sus predecesores, “y ser tierra muy fragosa y áspera y en extremo caliente y malsana”. Añade que ha bautizado a muchos indios adultos y viejos y a todos los ha confirmado, recibiendo los sacramentos con gran devoción y consolación, y también por ver bendecidas sus iglesias, ya que “como gente nueva y de sumario entendimiento gusta de ceremonias y actos exteriores”. Se lamenta Moya del daño que estaban haciendo los indios levantados “que hacen entradas, robando y matando diez y doce leguas en las tierras de los indios de paz y españoles”, y reprocha que no se acudiese a tiempo a remediar aquella situación. Sobre el asunto de la concentración de los indios dispersos, pide al rey que se haga “con suavidad y buena traza y acuerdo”. Le preocupa que muchos conventos de frailes estén habitados con solo dos o tres frailes y gastan en los edificios “a su antojo”, faltando a la pobreza. Por ello propone que se usen como centros de estudios o celebraciones de capítulos. Insiste en la instrucción de los clérigos y elogia la labor que están haciendo los colegios de los jesuitas en este sentido.
No era Moya de Contreras un fidelista sumiso al rey. Él entendía que la verdadera lealtad debía estar acompañada de las quejas y críticas. En el párrafo anterior vimos cómo no tuvo reparo en hacer un reproche al rey y en darle un consejo. Abiertamente se quejó también, como sus antecesores Zumárraga y Montúfar, de las malas prácticas del cabildo catedralicio, cuyos miembros habían sido nombrados por el rey. Los acusa de actuar y tomar graves decisiones sin contar con el arzobispo. Esta situación no se arregló hasta la década siguiente con el nombramiento como deán de don Juan Salcedo, hombre de confianza de don Pedro. Con él cesaron las discordias y los capitulares aceptaron la autoridad del arzobispo. Añadamos que el arzobispo impulsó la construcción de la catedral metropolitana de México y promovió la devoción a la Virgen de Guadalupe.
El rey, lejos de apartar al arzobispo de tareas civiles y de gobierno, por sus desencuentros con el virrey Enríquez, y por sus quejas, reproches y consejos a raíz de la visita pastoral, intensificó su confianza en él. Pienso que el monarca estaba prendado de su personalidad, coherencia, sinceridad y virtudes. Entre 1583 y 1585, le encargó las máximas responsabilidades, nombrándolo visitador de la audiencia, visitador de la universidad y virrey. La visita de la audiencia sería la más enojosa, compleja y arriesgada, y quizás la que le ocasionaría la enemistad general de las fuerzas vivas de México. La corrupción había penetrado en todos los niveles de la justicia, y los oidores y funcionarios conocían la rectitud del arzobispo y su defensa de la Justicia. Por ello, recibieron con gran disgusto su nombramiento como visitador. Al rey habían llegado denuncias reiteradas de los males de la Audiencia mexicana: divisiones, malversación de fondos, indebida aplicación de las rentas, etc. El prelado actuó desde el principio con mucho tacto y escuchando a todos. Cuando tuvo cumplido conocimiento de la realidad, informó al rey en carta datada el 26 de octubre de 1583, y le propuso los remedios que eran necesarios aplicar, pidiendo previamente facultad para cometer, sentenciar y ejecutar. No le tembló el pulso al visitador a la hora de aplicar grandes remedios a grandes males. Los historiadores no coinciden en el alcance de las penas impuestas por don Pedro Moya. Mientras que unos aseguran que, incluso, fueron ahorcados algunos funcionarios de rentas que habían defraudado a la Corona, otros lo niegan y suavizan las penas impuestas a las siguientes: suspensión de cuatro oidores por realizar negocios y matrimonios sin licencia real; suspensión, encarcelamiento y venta de sus bienes a tres oficiales reales de Hacienda; destitución y multa al tesorero y contador de Veracruz y a otros funcionarios menores.
La visita de la Universidad fue de naturaleza completamente diferente. Anteriormente, en 1579, ya había realizado una visita con la finalidad de reformar los estatutos en profundidad. Los catedráticos y alumnos sintonizaban con el arzobispo y se alegraban de sus visitas. La segunda fue ordenada por cédula de 3 de mayo de 1583 y tuvo un hondo calado. Se trataba “de averiguar cómo y de qué manera se gastaban y distribuían las rentas de ella y si habían las cátedras y prebendas conforme al orden que estaba dado, y los catedráticos leían las cátedras como debían y a los tiempos que eran obligados”. El resultado fue muy positivo y no se halló irregularidad alguna. La utilidad pública era el principio que sostenía el pensamiento de Moya. Por eso, vio la necesidad de construir un edificio nuevo y más amplio para la universidad, “en que se puedan leer todas las ciencias de santa teología, cánones, leyes, medicina, artes, retórica y gramática y las demás ciencias para el servicio de Dios Nuestro Señor, y bien de estos reinos, vecinos y naturales de ellos”. Un año después, el propio arzobispo bendijo y colocó la primera piedra del nuevo edificio.
La actuación más desagradable que tuvo el arzobispo Moya fue con las órdenes religiosas. Ya vimos que en la visita pastoral mostró su preocupación porque los religiosos no vivían en comunidades, sino en pequeños grupos de dos o tres frailes. El 26 de octubre de 1583 escribió al rey su cuarta carta exponiéndole este asunto y la necesidad de su reforma. Recibió Moya una cédula real que le dio ocasión para convocar en su casa a los superiores principales de las órdenes religiosas para informarles de su contenido. La cédula real tenía como objetivo “enderezar a la perfección, clausura y observancia de sus reglas, y a evitar la relajación e inconvenientes que se siguen del modo de vivir que al presente tienen, estando dispersos en las más casas de dos en dos. Para cumplir este mandato, el arzobispo les ofreció que eligiesen las mejores casas de las que ahora tienen, para su perpetuidad y para que se recojan conventualmente. La reacción de los frailes fue descorazonadora para el prelado, pues no aceptaron la reforma y decidieron enviar una comisión a España para tratar este asunto en la Corte. El arzobispo no se amedrentó y escribió al rey para que no recibiese a los rebeldes y no se les dejase regresar a América. Además, propone que aquellos religiosos que rehúsen la vida y regla que profesaron se les castiguen con penas canónicas, revocándoles la facultad que tienen para administrar los sacramentos a los indios.
Algunos autores, como Ernesto de la Torre, critican duramente la severa actuación del arzobispo, que parecía ignorar los esfuerzos que las órdenes religiosas habían realizado en la labor evangelizadora. No obstante, creemos que las exigencias del arzobispo se ceñían al cumplimiento de las constituciones reformadoras del Concilio de Trento, que el rey y el Consejo de Indias habían asumido. Era cierto que la relajación en la observancia de las reglas de las órdenes se había expandido por el reino de las Españas.
Don Pedro Moya de Contreras llegó a la cúspide del poder el 25 de septiembre de 1584, al ser nombrado por el monarca virrey, gobernador y capitán general de Nueva España. Sería el primer prelado eclesiástico que ocupase este cargo de máxima responsabilidad. Le seguirían en los próximos siglos nueve más , entre ello el beato Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Puebla de los Ángeles, en 1642. El gobierno de Moya fue breve, poco más de un año, pero muy eficiente y ejemplar. Algunas de sus decisiones son válidas para nuestro tiempo. Así, prescindió de la guardia que le correspondía como virrey, destinando los sueldos del capitán y de los alabarderos a los necesitados. No aceptaba recomendaciones para la provisión de empleos, fijándose solo en la preparación e integridad de los candidatos. Reformó la hacienda, reorganizando con acierto la percepción de las rentas. Cambió la política del tratamiento de los indios, impidiendo que se aplicase el agrupamiento en poblaciones de los que vivían en ranchos diseminados por la sierra, como había ordenado el rey, mal informado. El virrey escribió al rey dándole cuenta de los motivos que existían para no poner en observancia su real mandato. Don Pedro cesó como virrey el 18 de octubre de 1585.
El acontecimiento más trascendente del pontificado de don Pedro Moya de Contreras fue la celebración del tercer concilio provincial en los meses de enero a septiembre de 1585. Asistieron nueve obispos de las diócesis de México y Guatemala y un representante de la diócesis de Filipinas. También estuvieron presentes representantes de los cabildos catedralicios y de las órdenes religiosas. Varios teólogos y canonistas participaron como asesores. Se aprobaron 576 decretos recogidos en cinco libros con 59 títulos, que tratan sobre sacramentos, párrocos, parroquias, clérigos, monasterios, visitas, censuras, juicios, delitos y penas. Fue un concilio práctico por su acercamiento a la realidad de la Iglesia, sin grandes discursos y sentencias. Asunto prioritario fue la formación del clero. Los autores han destacado la fuerte incidencia social y política del concilio, de tal modo que se intentó impedir la publicación del concilio con la excusa de que era necesario la aprobación regia. La defensa de los indios fue el asunto estrella. Después de constatar la deplorable situación en que se hallaban todavía los indígenas, se reprobó el sistema de repartimiento obligatorio para realizar labores en el campo, edificios y minas. Se denunció los injustos gravámenes que hacían los españoles a los naturales y se decretaron las penas que debían recaer contra los infractores. El sínodo fue aprobado por el papa Sixto V el 28 de octubre de 1589 y por cédula real de Felipe II el 18 de septiembre de 1591. Las constituciones del concilio continuaron vigentes hasta finales del siglo XVIII. Y todavía en el siglo XX diversos autores han seguido publicando estudios y libros sobre este concilio.
Finalizo este discurso exponiendo el enigma de don Pedro Moya de Contreras. Después de quince años de intensa actividad, ejerciendo las más variadas y difíciles responsabilidades, tanto eclesiásticas como civiles, en el verano de 1586 el arzobispo decidió viajar a España para entrevistarse con el rey y dar cuenta de los resultados de su gestión. ¿Qué le movió a don Pedro a tomar esta iniciativa? Al parecer sus enemigos, que no eran pocos, no cesaban de enviar a la Corte quejas y libelos injuriosos contra su persona. Frailes, oidores, funcionarios y encomenderos no cejaban en su empeño de desacreditar al arzobispo, que además había sido visitador de la audiencia y virrey. A Don Pedro no le parecía suficiente el envío al monarca de sus informes y cartas. Pienso que él quería aclarar todo en la Corte, porque la práctica de la justicia había sido el norte de su vida y su honra era ser tenido como hombre justo. La ciudad de México lo despidió con grandes homenajes, presintiendo que no regresaría. Como gobernador del arzobispado nombró en su ausencia al dominico fray Pedro de Pravia, maestro de teología y uno de los artífices del concilio provincial. La misa de despedida se celebró el 11 de junio de 1586. Luego se trasladó al santuario de Guadalupe para despedirse de Nuestra Señora. De allí partió al puerto de Veracruz para embarcar en la flota que saldría en el mes de julio. Desembarcó en el puerto de Sevilla, donde fue recibido por el arzobispo don Rodrigo de Castro y Osorio. A la espera de la llamada del rey para trasladarse a la Corte, decidió visitar Córdoba, su tierra natal. El obispado de Córdoba estaba en sede vacante, y el cabildo le rindió homenaje y le dio facultades para realizar actos pontificales e impartir órdenes sagradas. A mediados de 1587 ya estaba en la Corte. El rey quedó prendado de las cualidades y del buen juicio del arzobispo y aprobó su labor realizada en América, en contra de lo que le habían expuesto sus enemigos. Así se lo manifestó al papa en una carta que su embajador en Roma, el conde de Olivares, le hizo llegar: “para asentar las cosas de nuestra santa fe católica entre aquellas nuevas plantas con la integridad que se requería en la adolescencia de la administración, y siendo necesario enviar a ello persona de mucha confianza y suficiencia, elegí la del doctor don Pedro Moya de Contreras, que en aquella sazón era inquisidor apostólico en el reino de Murcia, al cual después de haber asentado aquel Tribunal, y procedido en su ejercicio loablemente, le presenté a la Iglesia y Arzobispado de México de aquellas provincias, para cuyo negocio ha 19 años que fue consagrado, y demás que hubo concilio provincial con nueve prelados sufragáneos (donde se ordenaron muchas cosas tocantes al buen gobierno espiritual de aquellas Iglesias, corrección y perfección del estado clerical, cuya determinación fue apoyada por la santa sede apostólica), le cometí la visita de aquellos reinos , y después el gobierno de ellos, y habiendo venido a darme cuenta de lo que de ambos estados había resultado, y sido ésta conforme a la satisfacción que tuve de su poder, le encargué la visita de mi real consejo de las Indias, en la cual procedió con beneplácito de esa misma Santa Sede, y últimamente le he proveído por presidente de dicho consejo, esperando que mediante la larga experiencia y noticias que tiene de las cosas de aquellos reinos (tan distantes de mi presencia) se procederá como conviene en el gobierno…”.
El rey, en efecto, en mayo de 1588 le encargó la visita y reforma del Real Consejo de Indias, haciéndole juez de los jueces, convencido de su eficaz actuación en Nueva España en menesteres similares, como las visitas a la audiencia y a la universidad. Tan satisfecho quedó el rey de su buen hacer, comprobado por sí mismo y no por informes que llegaban de la lejana América, que decidió nombrarle presidente de dicho Consejo de Indias, autoridad la más alta, fuera del rey, en materia de gobierno de las Indias. Incluso encargó a su embajador en Roma, el conde de Olivares, que solicitara al papa la prórroga de la licencia del arzobispo don Pedro Moya para permanecer un año más en España. El nuevo presidente del Consejo empezó a trabajar con la entrega y eficacia que le caracterizaban. Conocedor de las injusticias que todavía se practicaban en la sociedad americana, sobre todo favoreciendo a los españoles recién llegados en los accesos a los puestos y dignidades, dictaminó que los criollos fuesen proveídos obispos, arzobispos, oidores, inquisidores, alcaldes de corte, dignidades y prebendados. El criterio de elección debía ser no la procedencia, sino la inteligencia, la ciencia y la virtud.
Pero hizo más el rey en favor del prelado. En febrero de 1591 pidió al Sumo Pontífice que tuviese a bien conceder el título de Patriarca de las Indias Occidentales sin ejercicio a don Pedro Moya de Contreras arzobispo de México “a quien he proveído por presidente de ellas, por su bueno y loable proceder”. Este título honorífico y el arzobispado de México los poseyó don Pedro hasta su muerte. En el mes de octubre de aquel año de 1591, don Pedro enfermó gravemente. Falleció, como dijimos al principio,
el 14 de enero de 1592, con gran pesadumbre de cuantos lo trataron o supieron las virtudes de que se hallaba adornado, y dejando un vacío difícil de llenar en la corte de Felipe II.
Termino recordando el elogio que pronunció el rey al ser informado del óbito: “Hoy ha muerto en mi reino, a la verdad, uno de los mejores vasallos de mi servicio y que más bien lo hizo en él”. Algunos autores matizan la expresión del monarca, afirmando que lo que exactamente dijo fue lo siguiente: “Hoy ha muerto la Verdad en mi reino, uno de los mejores vasallos de mi servicio y que más bien lo hizo en él”…Hoy ha muerto la Verdad en mi reino… una expresión filosófica, que ciertamente define con acierto y precisión la personalidad y el pensamiento de don Pedro Moya de Contreras, un hombre auténtico, sin engaño, que buscó y sirvió a la Verdad. Muchas gracias.
Conferencia “Semblanza, testamento, muerte y sepultura de José de Viera y Clavijo”. Bicentenario de la muerte de José de Viera y Clavijo”. Catedral de Canarias, 21 de febrero de 2013. Julio Sánchez Rodríguez.
Gracias señor Deán. Gracias al cabildo catedral por haberme invitado a participar en los actos del Bicentenario de Viera y Clavijo, encargándome esta disertación.
La catedral de Canarias que hoy nos acoge y reúne, tiene el honor de conservar las sepulturas de dos de los más grandes personajes de las Islas Canarias. En la capilla de Santa Catalina, la primera entrando a la izquierda, está enterrado don Bartolomé Cairasco de Figueroa, primer poeta canario y padre de las letras canarias, sacerdote, canónigo y prior de esta Santa Iglesia Catedral. El 12 de octubre de 2010 conmemoramos solemnemente en este mismo lugar el cuarto centenario de su muerte. En la capilla de San José, primera de la nave de la Epístola, están los restos de don José de Viera y Clavijo, primer historiador sistemático de nuestra Islas, literato y estudioso de la botánica del archipiélago, sacerdote y arcediano de Fuerteventura, dignidad que ostentó como capitular del cabildo de esta Santa Iglesia Basílica de Santa Ana. Hoy estamos aquí reunidos para conmemorar el bicentenario de su muerte.
José Antonio Viera y Clavijo nació en Los Realejos el 28 de diciembre de 1731, festividad de los Santos Niños Inocentes. Era hijo de Gabriel Viera del Álamo, alcalde del lugar, y de doña Antonia María Clavijo. El niño fue bautizado en su casa por el sacerdote don Lucas Fernández de Chaves al nacer enfermizo y en peligro de muerte. Una de las características de la personalidad de Viera fue su fina ironía. Y su primera inocentada nos la dio el día de su nacimiento, pues aquel niño débil y con pocas esperanzas de vida, vivió 81 años y 55 días. El día 5 de enero de 1732, recuperado, en la iglesia de Santiago le ungió con los Santos Oleos propios del sacramento bautismal su tío sacerdote don Domingo Francisco del Álamo y Viera. Pocos meses después, su padre consiguió el empleo de escribano en el Puerto de la Cruz y allí se estableció con toda su familia.
Hizo los primeros estudios en el convento de San Benito de La Orotava, regentado por los dominicos. Viera, en la Historia General de Canarias, elogia el sistema de estudios de los dominicos en aquella comunidad y de la Orden en general, lo que muestra su aprecio y agradecimiento por la formación recibida. Uno de los aspectos más significativos de los años de juventud de Viera es que no fue enviado por sus padres a estudiar en alguna de las Universidades de la Península para obtener algún título, como solían hacer las familias pudientes, probablemente por la escasa salud de que gozaba. Su hermano mayor Nicolás sí realizó estudios superiores en la Península y se doctoró en derecho. Luego consiguió en esta catedral una ración en 1773 y una canonjía en 1780. Cuatro años después los dos hermanos serían compañeros capitulares. José Viera fue un autodidacta. Su universidad sería las bibliotecas, las tertulias y los viajes.
El joven Viera asumió el estado clerical y a los 18 años fue tonsurado y ordenado de Menores en La Laguna por el obispo Juan Francisco Guillén. Al mismo tiempo estudió teología y fue dotado con una capellanía patrimonial por su tío don José del Álamo y Viera, párroco de La Orotava. En el oratorio del palacio episcopal de Las Palmas de Gran Canaria recibió las órdenes Mayores de manos del obispo fray Valentín Morán: de subdiácono el 22 de diciembre de 1753, de diácono el 20 de septiembre de 1755 y de sacerdote el 3 de abril de 1756, a los 24 años de edad. El obispo le concedió licencia para predicar en su parroquia de Nuestra Señora de la Peña, del Puerto de la Cruz, cuando fue ordenado de Diácono. A los pocos meses de ser ordenado de presbítero se trasladó con sus padres a la ciudad de La Laguna. Los 14 años que Viera residió en La Laguna fueron trascendentales para su formación. Armonizó admirablemente el ministerio sacerdotal con sus inquietudes culturales participando activamente en la Tertulia de Nava, promovida por don Tomás de Nava de Grimón, quinto marqués de Villanueva del Prado. Adscrito a la parroquia de los Remedios, fue capellán de coro y secretario de las Conferencias Morales para los clérigos, instituidas por el obispo Delgado y Venegas. Sobresalió como predicador, con un estilo nuevo de oratoria, sencilla y con contenido, lejos de la vieja retórica vacía. En sus Memorias se afirma que a don José de Viera “se debió en Tenerife la reforma, el decoro y la dignidad del púlpito, versado ya en la lectura de los más célebres oradores franceses”. Con todo, el joven sacerdote fue acusado ante el Santo Oficio en dos ocasiones, en 1756 y en 1759. En la primera por un sermón que predicó el día de San Antonio en el Puerto de la Cruz y fue censurado. En la segunda por leer libros prohibidos. También fue amonestado por los obispos Morán y Delgado. El vicario de La Laguna lo defendió sin titubeos de algunas falsas acusaciones y de las críticas por sus modales espontáneos e informales, sus burlas y carcajadas, y lo define como una persona “de semblante despierto y festivo, de modo que habla con aire de risa”. Además valora muy positivamente su distinción como participante en la Tertulia de Nava. En 1784, la Inquisición quiso censurar su Historia de Canarias por los comentarios irónicos que expresaba contra esta institución, pero tuvo que desistir. Entonces, el arcediano Viera estaba apoyado por el obispo Martínez de la Plaza y por el cabildo catedral. El cabildo mantenía en aquellas años serias confrontaciones con el Santo Oficio.
A partir de 1770 hasta 1784, Viera se establece en Madrid y viaja por gran parte de España y por diversos países europeos: Francia, Paises Bajos, Alemania, Italia y Austria. En el primer viaje como tutor del marquesito del Viso, heredero del marqués de Santa Cruz. En el segundo, acompañando al propio marqués de Santa Cruz, tras la muerte de su joven hijo. En Madrid trabaja incansablemente en la redacción de su obra primordial, “Noticias de la Historia General de las Islas de Canaria”, se consolida su prestigio como eminente orador e ingresa en la Real Academia de Historia. La Historia de Canarias la publicó en diversos plazos: el tomo primero en 1772, el segundo en 1773, el tercero en 1776 y el cuarto en 1783. El aplazamiento de la publicación del cuarto tomo, dedicado principalmente a la Historia de la Iglesia de Canarias, fue muy beneficioso para toda la obra. En ese periodo viajó a Italia y a Austria. En el archivo secreto Vaticano consiguió una documentación valiosísima, que él titula Quince Monumentos. Estos documentos le obligaron a rectificar muchas de las noticias y datos que había escrito en el primer tomo, relativos a la creación del obispado del Rubicón y traslado de la sede a Las Palmas, el obispado efímero de Fuerteventura y noticias sobre los primeros obispos de nuestra diócesis Canariense Rubicense. En Roma, además, consiguió que el papa Pío VI le recibiese en audiencia y le autorizara a adquirir y leer los libros prohibidos de la Enciclopedia Francesa. Este interesante episodio de su vida, descalifica a los que han querido ver en Viera a un sacerdote rebelde contra las normas de la Iglesia y “volteriano”. Ciertamente, Viera leyó y admiró los escritos del filósofo francés, sobre en todo en la primera época lagunera, y lo conoció personalmente en su viaje a París, pero no fue discípulo incuestionable de todo su pensamiento filosófico. Como han demostrado otros autores, Viera fue más bien un ilustrado reformista, seguidor del Padre Feijoo en la crítica y combate contra las suspersticiones y la ignorancia, pero lejos de la postura de Voltaire que consideraba a las religiones como fuente de fanatismo.
En el monasterio de Merck de Austria, Viera conoció un documento que hablaba de fray Bernardo, obispo de la Fortuna y primero de las Islas. Con todo no llegó a conocer la importancia histórica de aquel hallazgo: la existencia del obispado de Telde en el siglo XIV, primero del archipiélago, que sería estudiado y publicado ya en el siglo XX por don Antonio Rumeu de Armas y cuyas bulas las citaba Conrard Eubel. Fray Bernardo Font fue el primer obispo de aquella diócesis misionera. Debemos resaltar la honradez del sabio historiador canario que supo reconocer, rectificar y corregir sus propios errores y equívocos cuando llegaron a sus manos los documentos vaticanos y los austriacos. Por eso, aquellos profesores o autores que afirman sin pudor que la Historia de Viera no se debe criticar ni corregir, como si fuese infalible, ofenden al propio Viera que supo practicar la autocrítica. Sin duda, Viera y Clavijo es el referente principal e imprescindible de la Historia de Canarias, pero para que siga vivo su legado hay que actualizarlo y mejorarlo con las investigaciones que nos ofrecen nuevos documentos y estudios. Viera escribió también en Madrid el Hierotheo sobre los derechos y honores de los presbíteros, como colaboradores necesarios de los obispos.
En 1782, Viera solicitó y obtuvo del rey la prebenda y dignidad de Arcediano de Fuerteventura en la catedral de Canarias, vacante desde la muerte de don Eduardo Sall el 12 de marzo de 1780. Por poderes otorgados a su hermano Nicolás, que era canónigo, tomó posesión el 15 de noviembre de 1782. El cabildo catedral le concedió dispensa para que permaneciese en Madrid hasta la finalización de su Historia General de las Islas Canarias e, incluso, le ayudó a la impresión del tomo IV con cien doblones. Viera se incorporó a su cabildo en noviembre de 1784, empezando así la última, fructuosa y más larga etapa de su vida de casi 30 años. Cuando llegó a Las Palmas de Gran Canaria tenía 53 años de edad. El cabildo le cedió una casa que poseía en la plaza Mayor o de Santa Ana, donada por el deán don Zoilo Ramírez. En ella vivió con su hermana María Joaquina, poetisa, y con su hermano Nicolás, canónigo, que falleció el 6 de octubre de 1802. Los hermanos Viera se gastaron en la restauración de la casa 8.000 pesos. Y como en las etapas anteriores, en Gran Canaria Viera armonizó perfectamente su vida eclesiástica con sus inquietudes intelectuales. Asistía al coro y misa conventual diariamente y predicaba los sermones que le encargaban, que eran frecuentes. Al mismo tiempo dirigía la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Gran Canaria, fundada por el obispo fray Juan Bautista Cervera, y la Real Escuela de Dibujo, fundada por el obispo don Antonio Martínez de la Plaza. Su actividad fue ímproba e inestimable. Catalogó el archivo de la catedral, escribió los Extractos de las Actas Capitulares que abarcaban desde principios del siglo XVI a finales del XVIII. Fundó en 1786 el Colegio de San Marcial para la formación de los mozos de coro. En 1797 fue nombrado Gobernador del obispado en la ausencia del recién designado obispo el canario don Manuel Verdugo, “manifestando en su ejercicio inteligencia, acierto y amor a la paz”, según declaró el prelado. Como director de la Sociedad Económica adquirió en 1794 la primera imprenta de la isla. Editó obras propias y de otros autores. Escribió el Diccionario de Historia Natural de las Islas Canarias, una de sus más importantes obras. El arcediano Viera fue incluido en una lista de sacerdotes episcopables, presentada por el obispo Verdugo, reconociendo así sus cualidades y virtudes.
A principios del verano de 1811 la epidemia de fiebre amarilla, procedente de la isla de Tenerife, se desató en la ciudad de Las Palmas, detectándose el primer brote en el barrio de Triana. La alarma cundió y algunos capitulares se trasladaron a la ciudad de Telde, entre ellos don José Viera y Clavijo. Hubo polémica en el cabildo, ya que los pocos capitulares que decidieron permanecer en la ciudad, Bencomo, Albertos y Cabral, instaron a sus compañeros a reincorporarse a la catedral. El arcediano Viera contestó al oficio con respeto, pero también con firmeza: “que yo sería el primero que accedería a su respetable solicitud si mi edad, mi salud y otras circunstancias me lo permitieran en el día, mayormente cuando mi ausencia de la Iglesia y de la ciudad no ha sido para disfrutar recles (o permisos) ni diversiones”. Con mucha discreción para evitar contagios, el 24 de agosto de 1811 se bajó a la catedral la imagen de Nuestra Señora del Pino en rogativas. La estancia de Viera en Telde fue de nueve meses. No estuvo ocioso, a pesar de su edad, sino que aprovechó para investigar en el histórico archivo de San Juan Bautista y para redactar su testamento. El fallecimiento en Las Palmas del deán don Miguel Mariano de Toledo, acaecida el 31 de julio de 1811, afectó mucho a Viera y Clavijo, pues habían sido muy amigos y confundadores del colegio de San Marcial. Probablemente este suceso le movió a hacer su testamento en Telde sin esperar al regreso a Las Palmas.
El testamento lo otorgó Viera el 30 de septiembre de 1811 ante el escribano público Juan Nepomuceno Pastrana. Primeramente hace profesión de fe en la Santísima Trinidad y en todos los artículos que tiene, cree y confiesa la Santa Iglesia Católica. Manifiesta su voluntad de ser amortajado con las vestiduras sacerdotales y pide que se le dé sepultura en la capilla de San José de esta catedral con este epitafio: “Don Josef Viera y Clavijo, Arcediano de Fuerteventura. Ecce nunc in pulvere dormit”. Un humilde epitafio, propio de un hombre sabio. La imagen del Santo Patriarca había sido costeada por tres donantes de nombre José: el arcediano José de Viera y Clavijo, el canónigo José Borbujo y el propio escultor José Luján Pérez. A estos se agregaron luego los canónigos Briñes y Bencomo. Como heredera universal nombra a su hermana María Joaquina y como albaceas al arcediano don Antonio María de Lugo y a don Pedro Gordillo, párroco del Sagrario. Viera era pobre en bienes inmuebles y rico en libros. “Declaro, dice Viera, que no poseo otros bienes raíces que unas dos fanegadas y media de tierra labradía situada en el Lomo del Capón, donde dicen la Suerte de Cuevecilla, jurisdicción de la ciudad”. Estas tierras las había comprado en 1806 a don Fulgencio Arturo, ayudante de las Milicias, por 1.500 pesos de plata corrientes. Es lo que realmente hereda su hermana, además de los muebles de su casa. Los libros y manuscritos los distribuye entre las instituciones y personas que tuvieron relación con su vida. Podemos hacer un itinerario, desde su nacimiento a su muerte, ordenando los items de modo cronológico. A la parroquia de Santiago del Realejo Alto “donde fue bautizado” lega cuatro tomos litúrgicos con su vitrina. Recordando su estancia en La Laguna y las tertulias de Nava que tanto influyeron en su formación ilustrada, deja a don Alonso de Nava y Grimón, marqués de Villanueva del Prado, “en memoria de los distinguidos favores que merecí de su padre don Tomás de Nava”, los manuscritos de las Crónicas de sus viajes por Europa, poemas diversos, cartas familiares y otros.
Las instituciones de Las Palmas de Gran Canaria, donde vivió los últimos 29 años de su vida, fueron las más agraciadas. En primer lugar, a la Biblioteca Capitular del cabildo catedral cede los 230 ejemplares de los cuatro tomos de su “Historia General de las Islas Canarias”, que aún estaban sin vender en Madrid, para que sea el propio Cabildo el encargado de hacerlo. Deja, además, el Diccionario de Jurisprudencia de 14 tomos, las Sinodales del obispo Murga y, sobre todo, la Enciclopedia francesa o Gran Diccionario de Ciencias, Artes y Oficios de 39 volúmenes, que a pesar de ser libros prohibidos, como ya dijimos, el papa Pío VI le había dado el privilegio y licencia para comprarla y leerla, como expresamente declara Viera en la última cláusula del testamento, como si quisiese dejar claro su obediencia y fidelidad a la Iglesia y al Papa: “…aunque obra prohibida la he usado por privilegio que me concedió en Roma y en audiencia particular nuestro Santísimo Padre Pío Papa Sexto el día 15 de junio de 1780”. No deja de ser llamativo que Viera comience el testamento confesando su fe en todo lo que cree y confiesa la Iglesia Católica y finaliza el mismo declarando su fidelidad al papa. Con el valioso legado que deja al cabildo catedral, el arcediano manifiesta su deseo de contribuir “al aumento de la biblioteca que se ha empezado a establecer en el recinto de dicha Santa Iglesia Catedral para fomento de la literatura del país y uso de los señores capitulares, como también para mostrar su reconocimiento al Cabildo por la primorosa escribanía de plata que se sirvió regalarle en testimonio de gratitud con que admitió sus tareas en su servicio estraxtando las Actas de sus libros capitulares, ordenando el archivo secreto y el proyecto de unos nuevos estatutos”. Al Cabildo Catedral también dona las dos medallas de oro que recibió de la Real Academia Española como premios de elocuencia por sus discursos en memoria del rey Felipe V (1779) y del célebre escritor español del siglo XV don Alonso Tostado (1782), que se entregarán al tesoro de la catedral para el nuevo ostensorio o custodia del Santísimo Sacramento. Y, finalmente, deja al dicho Cabildo 100 pesos corrientes para el coste de la silla de la dignidad de Arcediano de Fuerteventura en el nuevo coro que se construye. Curiosamente, a la muerte de Viera, la silla del arcediano de Fuerteventura quedó vacante 170 años, hasta que en los años ochenta del siglo pasado, el obispo don Ramón Echarren decidió recuperar dicha dignidad, nombrando a don José Lavandera López arcediano de Fuerteventura. Don José es, por tanto, el inmediato sucesor de don José de Viera y Clavijo.
Al Seminario Conciliar dona varias obras propias y de otros autores, “por la consideración y estima” que le tengo. Citamos sólo algunas: el Diccionario impreso de Historia Natural (13 cuadernos), el manuscrito sin imprimir del “Hierotheo”, “Elogios y oraciones académicas” y el “Poema de la Religión” (1742) de Luis Racine “que traduje en verso castellano”, también sin imprimir. Luis Racine era hijo del famoso filósofo y escritor francés Jean Racine. Además, y esto es de mucho interés para conocer la afición de Viera a todas las ciencias, “dona al Seminario los aparatos e instrumentos de Física y los ejemplares y muestras de piedras, cristalizaciones, tierras, metales, conchas, producciones de volcán, sales, gomas, resinas y otras curiosidades de Historia Natural que hubieren en el Gabinete”. Viera no fue profesor del seminario, pero el obispo lo nombró examinador sinodal de los ordenandos y presidente de mesa de los exámenes de Lógica, Metafísica, Física y Ética.
La Real Sociedad Económica de Amigos del País fue también muy favorecida por Viera, recordando que había sido su director desde 1791. Y “en prueba especial de mi afecto a dicho cuerpo patriótico” le dejo la obra manuscrita en 13 cuadernos que he trabajado y compuesto “El Diccionario de Historia Natural de las Canarias”, y pide que se procure su impresión. Además, le deja el Diccionario de Artes, Oficios y Manufacturas, de 18 tomos, y el Diccionario de Arquitectura y Nobles Artes, de 4 tomos.
Acerca de la Escuela de Dibujo, fundada por el obispo don Antonio Martínez de la Plaza, declara que se había gastado 250 pesos en la restauración de su sede, situada en una casa que había donado don Luis de la Encina obispo de Arequipa.
Y he dejado para el final, una institución especialmente querida por Viera y Clavijo: el colegio de San Marcial, fundada por él y el deán don Miguel Mariano de Toledo para la formación de los mozos de coro. Dice textualmente don José Viera: “Dejo 36 pesos corrientes que por espacio de 6 años se den 6 pesos cada año al Vicedirector y mayordomo del colegio de San Marcial para invertirlos en zapatos, medias u otras piezas de vestuario de aquellos colegiales que tengan más necesidad en la festividad del Santo Patrono (7 de julio). Y cuando se vaya a colocar en la catedral el cuadro (de San Marcial) que se guarda en el colegio para conducirlo a la iglesia, junte toda la comunidad de jóvenes y con él rece un responso grave y pausado por mi ánima, en memoria de la mucha parte que tuve en la erección de este colegio y de que fui su primer director, formando el plan de su establecimiento y las constituciones y ordenanzas, que con aprobación del cabildo y del prelado se están siguiendo”. El cuadro de San Marcial había sido pintado por Juan de Miranda y costeado a medias por Viera y Clavijo y por el prior de la catedral don Domingo Franchy de Alfaro. Para su culto en la catedral Viera dejó 100 pesos corrientes para el gasto anual de 6 velas (3 pesos cada año) que se encienden en la víspera de la fiesta de San Marcial, patrono titular de nuestra primera catedral del Rubicón de Lanzarote. Este cuadro de San Marcial está colocado en la capilla de San José, imagen también costeada en parte por Viera, como dijimos. Al pie de ambos santos está la tumba del arcediano ilustre.
No me detengo en otras donaciones que dejó a familiares y amigos de Tenerife y de Gran Canaria. Solo me gustaría destacar que entre ellos está don Pedro Gordillo, cura del Sagrario, y diputado por Gran Canaria en la Cortes de Cádiz, de las que fue también presidente. Gordillo y Viera entablaron gran amistad, pues coincidían en inquietudes culturales y reformistas. A Gordillo dejó Viera la Historia Eclesiástica de Fleury y una Biblia Sacra, editada hermosamente en dos tomos por la casa Ybarra de Madrid. Además, como vimos, lo nombró albacea de su testamento.
A principios del mes de marzo de 1812 ya estaba Viera y Clavijo de vuelta en la ciudad de Las Palmas. Probablemente regresó, una vez desaparecida la epidemia, para despedir a la imagen de Nuestra Señora del Pino, que volvió a Teror el día 5 de marzo. Viera tuvo especial devoción a la Virgen del Pino y había predicado el panegírico de su fiesta en la villa mariana. El día 10 está presente en la reunión del cabildo catedral. Siguió asistiendo a los cabildos durante los siguientes meses. Pero su salud se debilitaba. Los últimos cabildos a los que asistió fueron los del 11 de junio y el 8 de agosto. Recluido en su casa de la plaza de San Ana vivió seis meses más. El 21 de febrero de 1813 falleció don José de Viera y Clavijo, por la mañana antes del coro. Reunido el cabildo se trata del espinoso asunto de su enterramiento. Por una parte estaba la voluntad testamentaria del difunto de ser sepultado en la capilla de San José. Por otra, las nuevas leyes que prohibían enterramientos en las iglesias y obligaban a la construcción de cementerios extra muros de las ciudades. Viera había criticado esas disposiciones por contradecir la tradición de 400 años que se practicaba en Canarias desde la conquista. Pero el cementerio de Las Palmas estaba aún en construcción, de tal modo que el cabildo denuncia que “se están enterrando los fieles como si fueran bestias”. No obstante, el propio Viera había previsto estas circunstancias en su testamento, declarando que “pues las ideas políticas ahora dominantes se opondrán a mi voluntad, sólo puedo pedir que se dé sepultura a mi cadáver en camposanto, donde tuvieran a bien los vivos…y si volviesen las cosas a su primer ser, se verificará lo que tengo dispuesto en la antecedente cláusula”. El cabildo decidió hacer su enterramiento en el cementerio público de este ciudad en la tarde de este día, abriéndose la sepultura en lugar contiguo al paraje donde tenía previsto construir un panteón para el enterramiento de los capitulares, “cubriéndose con una losa para que tenga la decencia componible con el mal estado de dicho cementerio”. En los días posteriores se celebraron en esta catedral los oficios mayores y menores previstos para las dignidades del cabildo.
Curiosamente, don José de Viera y Clavijo que en vida había viajado tanto por los países europeos, al morir, su cadáver tuvo que hacer otros tres viajes. El primero el día de su muerte a la sepultura provisional que el cabildo preparó en el cementerio de Vegueta, como acabamos de decir. Luego, el 19 de diciembre de 1860 se exhumaron sus restos para trasladarlos al panteón que el cabildo había construido para sus miembros. Según se dice en el acta de exhumación se pensaba entonces levantar en el propio cementerio un mausoleo a Viera y Clavijo, “digno de su memoria y que atestigue a las generaciones venideras la estimación en que la presente tiene sus obras históricas y literarias que tanto honran a estas islas”. Pero finalmente, cuando las leyes sobre enterramientos se flexibilizaron en el reinado de Alfonso XIII, y coincidiendo con el primer centenario de su muerte, el 21 de febrero de 1913, hoy hace un siglo, fueron trasladados sus restos a la capilla de San José de esta catedral, cumpliéndose así su voluntad testamentaria. Ahí reposan ante la imagen de San José y el cuadro de San Marcial, obras que se hicieron con su contribución.
Con motivo de este definitivo traslado del cadáver de don José de Viera y Clavijo, se escribió el siguiente elogio en el Libro de Prebendados, con cuya lectura termino mi conferencia:
“Escribió la Historia civil y eclesiástica de las Islas Canarias y la natural de ellas mismas, y otros varios tratados sueltos que hacen muy recomendable su memoria, por cuyos méritos el Ilmo. Cabildo hizo sacar su retrato (que pintó José de Ossavarry), y colocar entre otros que por semejantes motivos conserva a la entrada del Aula Capitular. Falleció el 21 de febrero de 1813 a las dos de la mañana en su casa situada en la plaza de Santa Ana, nº 7, de edad de 82 años. Su cadáver fue sepultado en la cripta capitular del cementerio de esta capital, y en 20 de febrero de 1913 fue exhumado y sepultado en la capilla de San José de esta Santa Iglesia Catedral Basílica de Canarias, celebrándose al día siguiente en la misma iglesia con motivo del primer centenario de su defunción, un funeral solemne con oración fúnebre, al cual asistieron las autoridades y numeroso público”.
Asistieron las autoridades y numeroso público, igual que esta tarde, cien años después.
Gran Canaria y Las Palmas de Gran Canaria tienen el gran honor y privilegio de conservar en esta catedral la tumba de don José de Viera y Clavijo, una de las figuras más insignes del Archipiélago. Al terminar el concierto participaremos en el acto más significativo y emotivo: nos acercaremos a la capilla de San José para rendir homenaje al ilustre polígrafo y arcediano de Fuerteventura con una ofrenda floral, una oración por su alma, el descubrimiento de una placa conmemorativa y unas palabras de elogio de las autoridades y representantes de las instituciones.
Muchas gracias por su atención.
El cuarto centenario de la muerte de Bartolomé Cairasco de Figueroa (1610-2010), me ha brindado la oportunidad de escribir este libro sobre su obra principal Templo Militante o Flos Sanctorum. La edición consta de tres tomos y un DVD, con el siguiente contenido:
Tomo I: Introducción.
Tomo II: Primera y segunda parte de Templo Militante.
Tomo III: Tercera y cuarta parte de Templo Militante.
DVD: Facsímil completo de Templo Militante.
En la Introducción expongo los diversos temas tratados en Templo Militante, que el lector puede ver en el índice. Sugiero que se preste atención al fondo bíblico y teológico de este Santoral, que revela la sólida formación de Cairasco en estas materias. Es también evidente sus amplios conocimientos humanísticos en literatura, bellas artes, mitología, naturaleza y otras ciencias. Pero Templo Militante nos abre las puertas para conocer, además, aspectos interesantes de la biografía del “canónigo canario”, como él mismo se define. Sus orígenes italianos, familia, canariedad, viajes, sentimientos, pensamiento, espíritu crítico y humor, están reflejados en su obra. Esta Introducción facilita la lectura siempre difícil de esta obra poética, escrita principalmente en octava rima. Este primer tomo está enriquecido con ilustraciones, retratos o grabados, autógrafos de los más destacados personajes, escudos e inscripciones. Entre los autógrafos veremos los de Bartolomé Cairasco, los de sus padres Mateo y María, los de sus hermanos Serafín y Constantín y los de otros familiares. De especial interés consideramos las lápidas de la familia Castillo-Cairasco de la iglesia de Santo Domingo y los cuadros e imágenes de la ermita de Los Reyes, del patrocinio de la misma familia, el busto de Cairasco con sus detalles en la plaza homónima y los escudos de Figueroa y Argote de Molina de la Casa de Colón. Concluye la Introducción con un apéndice documental, en el que reproducimos el poder otorgado a Bernardino de Palenzuela por Bartolomé Cairasco en 1603, conservado en el Archivo Histórico Provincial de Las Palmas, y la copia de su testamento que guarda el Archivo de la Catedral de Santa Ana.
En los tomos II y III se recoge gran parte de esta monumental obra titulada Templo Militante o Flos Sanctorum. He seleccionado los textos más significativos de los 207 capítulos que conforman sus cuatro partes, procurando salvaguardar el hilo argumental de cada una de las fiestas o vidas de los santos que se narran. Concretamente, de las 9.629 octavas reales escritas por Cairasco, se seleccionan 3.684. También se incluyen textos de los proemios de cada capítulo. Todo ello, acompañado de aparato crítico. Las 1.603 notas a pie de página, ayudan a descubrir los secretos que esconden los versos del poeta, principalmente las citas implícitas de la Biblia y las fuentes literarias, históricas y doctrinales. En otras notas, se comentan, clarifican o corrigen frases, hechos o datos expresados por el autor. Las ilustraciones de estos dos tomos están tomadas de los grabados de la obra Vies des Saints ou Abrégé de L´Histoire des Pères, des Martyrs et autres Saints, editada en París en 1825. Como viene siendo habitual en mis publicaciones, la edición de los tres volúmenes ha estado al cuidado de don Carlos Gaviño de Franchy, cuya profesionalidad es bien conocida.
Finalmente, para que la obra fuese lo más dadivosa y útil posible, se incluye un DVD con el archivo digital del facsímil completo de Templo Militante, tomado de diversas ediciones. La primera y segunda parte de la edición de Luis Sánchez, Valladolid 1603. La tercera parte de la edición de Luis Sánchez, Madrid 1609. Y la cuarta parte de la edición de Pedro Crasbeeck, Lisboa 1615. Además de estos editores, en 1861 Agustín Millares Torres se propuso reeditar Templo Militante por entregas en el folletín titulado Omnibus, pero no llegó a culminar el proyecto al suspenderse la publicación. No obstante, salió a la luz la primera parte y dos tercios de la segunda. Ahora, 400 años después de la muerte del poeta, he considerado que era el momento oportuno de publicar íntegra su obra fundamental en formato digital, con la intención de hacer un servicio a los lectores, principalmente a los investigadores, profesionales de la literatura, profesores y estudiantes.
Julio Sánchez Rodríguez.
Discurso de ingreso en la Real Academia Canaria de Bella Artes de San Miguel Arcángel. Santa Cruz de Tenerife. 30 de enero de 2011.
“Las Bellas Artes en la obra de Bartolomé Cairasco de Figueroa”
Ilustrísima presidenta, ilustrísimos académicos, dignísimas autoridades, señoras y señores:
El poeta, músico y autor de obras de teatro Bartolomé Cairasco de Figueroa es considerado como el padre de las letras canarias. Nacido en Las Palmas de Gran Canaria en el mes de octubre de 1538, a los 12 años de edad recibió del rey la prebenda de canónigo en la catedral de Canarias. Estudió en las universidades de Sevilla y Coimbra y, probablemente, en Bolonia. Fundó en su casa de Las Palmas la tertulia Apolo Délfico, donde se reunían los intelectuales canarios y viajeros que pasaban por las islas. Recordemos al poeta Serafín Cairasco, hermano de Bartolomé, fray Basilio de Peñalosa, de la orden de San Benito, los maestros de capilla Ambrosio López y Francisco de la Cruz, el compositor y bajonista Martín de Silos, el comediógrafo y bajo Juan de Centellas y el licenciado Gabriel Gómez de Palacios, todos vecinos de la ciudad de Las Palmas. Destacan también el poeta tinerfeño Antonio de Viana y Silvestre de Balboa, canario que luego emigró a Cuba. Hay que añadir personajes foráneos como los historiadores fray Alonso de Espinosa y el enigmático fray Juan Abreu y Galindo, los sevillanos el genealogista Argote de Molina y el poeta Juan de la Cueva, los ingenieros Leonardo de Torriani y Próspero Casola, y el poeta y sargento mayor Luis Palacios de Narváez. Una tertulia que, ciertamente, estaba a la altura de las que existían en las grandes ciudades europeas.
Cairasco escribió diversas obras, como Esdrujulea, Vita Cristi, las comedias de recibimiento y, sobre todo, Templo Militante o Flos Sanctorum. Yo acabo de publicar el libro de tres volúmenes titulado “Bartolomé Cairasco de Figueroa y su Templo Militante”. Al tomo primero acompaña un DVD que contiene el facsímil de Templo Militante. Esta edición completa sale a la luz 400 años después de la publicada en Lisboa entre 1613 y 1618. Anteriormente se había publicado la primera y segunda parte en Valladolid en 1603 y la tercera parte en Madrid en 1609. Templo Militante tuvo una gran difusión, extendiéndose por España y América. En las bibliotecas de los conventos, parroquias y universidades no podía faltar este santoral.
En el primer volumen de la edición que acabo de publicar, estudio las influencias literarias y doctrinales en Templo Militante, así como sus contenidos. En el segundo y tercer volumen se recoge una selección de las más significativas estrofas de los 207 capítulos de este santoral. Concretamente, 3.684 octavas reales y los proemios de cada capítulo. Tengamos en cuenta que Cairasco escribió 9.629 octavas reales, lo que equivale a 77.032 versos, además de unos proemios en verso libre y diversas cuartetas. Una obra inconmensurable que le llevó al autor 40 años de trabajo.
Entre los contenidos de Templo Militante, ocupa un lugar preferente las Bellas Artes: la arquitectura, la escultura, la pintura y la música. Hablaremos de cada una de ellas, advirtiendo que Cairasco tiene un concepto diferente de las mismas a las hora de definirlas. Veamos por parte.
Arquitectura
Entre los diversos oficios que Cairasco ejerció en la catedral de Santa Ana, uno de ellos fue el de Obrero Mayor o responsable y mayordomo de las obras del edificio. La arquitectura estuvo muy presente en su pensamiento y en sus escritos. El Templo Militante es representado alegóricamente como un espléndido edificio de nueve naves, separadas por catorce columnas, y con cuatro torres. Dedica un capítulo al monasterio de El Escorial, citando elogiosamente al maestro de la obra, Juan de Herrera. El personaje virtual Curiosidad hace un viaje por las ocho maravillas del mundo, describiéndolas como un instruido guía. Pero ninguna de las siete maravillas de la antigüedad iguala a la del monasterio de San Lorenzo del Escorial. Dice Cairasco:
“En razón, proporción, materia y forma,
belleza, majestad, arquitectura,
peregrina invención, traza inaudita,
pompa, curiosidad y fortaleza,
perpetua celsitud, mientras
el mundo durare, al celebérrimo edificio
edificado en honra de Lorenzo
por el gran español Juan de Herrera,
arquitecto mayor deste milagro,
cuya memoria en él será perpetua
en lo espiritual y divino”.
La construcción del templo de Santa María la Mayor o de Nuestra Señora de las Nieves en el monte Esquilino de Roma, la describe Cairasco con belleza y precisión, descripción propia de un buen conocedor de los elementos arquitectónicos. Recito estas dos estrofas que riman en octava, del capítulo dedicado a Nuestra Señora de las Nieves:
“Ya las columnas dóricas levanta
en firme basa el célebre edificio,
ya la grandeza de la Iglesia santa
se muestra en la portada y frontispicio:
la solícita abeja no con tanta
solicitud y natural bullicio
fabrica la labor de sus panales
como el gran templo diestros oficiales”.
“Ya sobre el capitel y la repisa
en alto se deriva la montea,
do el arco nace, como el arte avisa,
que la bóveda excelsa hermosea,
ya el costoso cimborio se divisa,
ya la torre y remate señorea,
ya se celebra misa en los altares
y los romanos entran a millares”.
La composición y decoración del templo también se manifiesta con esplendor en la fiesta de la Asunción de la Virgen. Canta Cairasco en el proemio:
“Y por las puertas, torres y columnas,
cornisas, frisos, basas, capiteles,
coronas, filetones, arquitrabes,
ventanas, arcos, bóvedas, remates,
y todas las demás partes del templo
un nuevo regocijo discurría.
Que las menores piedras y medianas
y las de más valor hermoseaba,
y con el resplandor del sol divino
que salió por la puerta de oriente,
estaba tan dorado el edificio,
tan claros sus esmaltes y colores,
rojo, blanco, morado, negro y verde,
que bien se echó de ver la fiesta grande
que celebrar quería el coro sacro
de todas las virtudes soberanas”.
Finalmente, digamos que Cairasco, además del español Juan de Herrera, cita al italiano Aleotti, contemporáneo suyo, autor de monumentos en varias ciudades italianas, como Venecia y Parma.
Escultura
Cairasco era buen conocedor de la escultura. El cabildo catedral le encargó el seguimiento de la hechura de varias imágenes, entre ellas el Cristo Crucificado de Agustín Ruiz, esculpido en 1604. En su informe, realizado conjuntamente con el monje benedictino fray Basilio de Peñalosa, afirma que “estaba lo que hasta ahora tiene hecho bueno y de buena perfección”. En Templo Militante, define a la pintura y a la escultura como “poesía muda”. En el prólogo al capítulo de los santos cinco escultores escribe el poeta:
“Naturaleza humana
acá en la tierra tiene
dos damas que la sirven y la imitan,
cuya arte soberana las almas entretiene
que con amor las tratan y visitan,
hablan callando y gritan
y son poesía muda:
es una la pintura
y es otra la escultura,
y tal su ingenio, que nos pone duda
lo esculpido y pintado
si es el original o es el traslado”.
Cita a los escultores griegos Fidias y Timantes, y al italiano Miguel Ángel en dos capítulos. Lo interesante de Cairasco acerca de este arte, es que elogia tanto a la escultura pagana como a la cristiana. De la escultura romana canta en este octava:
“Entre las causas de subir la fama
la majestad de Roma a tanta altura,
no ha sido la menor la que derrama
en gloria de su nombre la escultura,
ni el tiempo, ni el olvido, ni la llama
han podido acabar su hermosura;
hoy son desta verdad raros ejemplos
colosos, obeliscos. arcos, templos”.
La imaginería católica es exaltada en otra octava, al mismo tiempo que critica la iconoclasia calvinista:
“Otro blasón más digno de altos cantos
la escultura ha ganado en su conquista,
habernos dado imágenes de santos
a pesar del hereje calvinista,
con su vista se animan todos cuantos
católicos esperan la revista,
que las estatuas de ínclitos varones
incitan a nobles corazones”.
La perfección de la escultura se consigue cuando se confunde con ella el original o modelo, dándole vida. En esto está, según Cairasco, la esencia del arte de la escultura: en que tenga apariencia de vida. Por eso permanecen en la posteridad. Lo expresa en el capítulo de los cinco santos escultores:
“Sinforiano, Claudio y Nicostrato,
y Castorio y Simplicio se decían,
famosos escultores que al ingrato
olvido y tiempo gran ultraje hacían,
si era el original o si el retrato
se dudaba de las obras que esculpían,
que la escultura es a veces la suerte
que parece que hay vida donde hay muerte”.
Pintura
¿Fue Cairasco aficionado a la pintura? Parece que sí por lo que declara él mismo:
“una pintura tengo comenzada,
mas son tan soberanos sus secretos,
y sus cercas y lejos tan divinos,
que no hay acá colores que sean finos”.
Lo cierto es que era buen conocedor de este arte y lo estimaba sobremanera. Su pintor preferido era Tiziano y canta en verso lo que el maestro italiano con el pincel: el rompimiento de gloria. El canónigo canario fundó la capilla de Santa Catalina en la catedral y para su decoro encargó en Sevilla una pintura que representara los desposorios místicos de la santa. Hoy sabemos que el autor de esta pintura fue Juan de Roelas. Cairasco define la pintura como “imitadora y retrato de la naturaleza, poesía muda y habilidad maravillosa”. Estas son las estrofas:
“La imitadora de la naturaleza,
que se suele llamar muda poesía,
para llegar a la mayor alteza
del antiguo valor do estar solía,
ha de tener demás de la fineza
de los colores que la tierra cría,
obscuros, claros, sombras, cercas, lejos,
vislumbres, resplandores y reflejos.
El arte de la pintura no es otra cosa
que imitación de la naturaleza,
y aquella se dirá mano famosa
que al natural retrata su belleza,
de aquesta habilidad maravillosa
llega el extremo a tanta sutileza
que muchos ojos ya se han engañado
estimando por vivo lo pintado”.
Cita a los pintores de la antigüedad, Fidias, Apeles, Zeuzis y Timantes y a los italianos Giotto y Fra Angelico. Insiste en que la Iglesia Católica aprueba la escultura y la pintura como imágenes representativas de la doctrina cristiana y de la vida de los santos:
“y aprueba de escultores y pintores
la Iglesia la escultura y pintura,
que la imagen es libro que nos cuenta
lo que la misma imagen representa”.
Finalmente, Cairasco imagina a Dios mismo pintando y retratando la belleza de la Virgen María:
“y cual pintor que adorna y hermosea
algún retrato que le da contento,
así con mil colores exquisitos
la pintó de bellezas inauditas”.
Música
De todos es conocido que Cairasco fue poeta y músico. En el epitafio de su tumba está escrito en latín: Lyricen et vates. En las actas capitulares hay muchos datos que muestran al canónigo Cairasco como músico. Tenía en su casa un monocordio que luego vendió a la catedral. El cabildo le encomienda “que pruebe las campanas y el órgano que se había encargado a Pascual Hardin a través de su factor Lorenzo Guisquiere”. Se le designa para que cante la pasión en Semana Santa. Y se le pide que toque el órgano cuando faltaba organista en la catedral. La música fue para Bartolomé Cairasco el arte más sublime. La destaca en 30 de los capítulos de su obra Templo Militante. En el capítulo primero de la Encarnación aparecen en escena músicos con instrumentos musicales, como una preciosa alegoría de la concordia entre Dios y el hombre:
“Los ministriles del supremo coro,
arpas, vihuelas, cítaras, acordes,
mostraron luego en cántico sonoro,
que Dios y el hombre ya no están discordes”.
En la Navidad, fiesta de alegría y gozo, la música de los ángeles y de los pastores envuelve todo el misterio:
Canto de los ángeles: “Luego de los empíreos aposentos
descienden los alados escuadrones
de espíritus seráficos, que atentos
en componer dulcísimas canciones,
al son de sus acordes instrumentos
laúdes, arpas, cítaras, violones,
a coros alternan, y a millares
por toda la región del aire mil cantares”.
Canto y baile de los pastores: “Y deshojando palmas y laureles,
que siempre aquellos campos hermosea,
de los pimpollos tiernos más noveles,
las sienes se coronan y rodean,
y al son de sus albogues y rabeles,
con ligereza extraña zapatean,
y mientras unos daban zapatetas
cantaban otros varias chanzonetas”.
Las parroquias, colegios y asociaciones vecinales tienen en este capítulo de la Natividad de Jesús unos hermosísimos versos para recitar en una celebración o escenificación navideña.
En la fiesta del fundador del canto gregoriano, San Gregorio Magno (papa del año 509 al 604), afirma Cairasco que este canto es “el arte de la música suave”. Y en otro lugar llega a decir que la Iglesia “conserva la perfecta música, que es un retrato vivo de la angélica”. Pero es en la fiesta de la Santísima Trinidad cuando la música alcanza lo sublime y el éxtasis. La “música se ve con el oído”, dice Cairasco en frase afortunada, que leemos en esta octava:
“Pero quien oye un músico famoso
sin verle en lo que tañe o lo que canta,
verá muy bien el modo numeroso
la voz, la mano, el quiebro y la garganta,
mas no verá si es feo o si es hermoso,
si es grande o chico, fuerte o si se espanta,
la música se ve con el oído,
mas lo demás está en otro sentido”.
Luego apostilla:
“Los ángeles al vario contrapunto
pusieron fin y sin bullirse un ala,
los instrumentos músicos dejando,
quedaron como en éxtasis mirando”.
El capítulo de San León segundo papa está dedicado todo él a la música. Es la música el personaje alegórico invitado a cantar la vida del santo, que había sido director de la “Schola cantorum”, y siendo papa, fue el reformador del canto litúrgico en los años 682 y 683. El exordio de este capítulo finaliza con la entrada solemne de la Música en el gran templo, acompañada de personajes mitológicos, del rey David, de los nueve coros angélicos y de tres grandes músicos españoles, contemporáneos y, probablemente, amigos de Cairasco, Morales, Guerrero y Victoria:
“Íbanla acompañando
músicos y poetas,
Yubal, Mercurio, Apolo, Orión, Orfeo,
y su arpa tañendo
cantaban sus discretas
canciones el gran rey del pueblo hebreo.
Las nueve del museo
gozaron desta gloria
y del tiempo moderno
aquel hispano terno
de Morales, Guerrero y de Victoria,
que parece de su vuelo
que aprendieron su música en el cielo”.
En otros capítulos, Cairasco afirma de Tomás Luis de Victoria que es “honor y gloria de España”, y de Francisco Guerrero que es “conocido español en todo el mundo”.
En el capítulo citado de San León segundo, Cairasco eleva la música a lo más alto, dándole sentido angelical o celestial. Recuerden que la escultura era retrato del cuerpo humano y la pintura retrato de la naturaleza, pero la música es manifestación del cielo o “un retrato vivo de la existencia angélica”. Dice el poeta:
“La música es concordia de voces diferentes,
y el alma es su lugar y propio objeto, que no
hay cosas en el suelo que así les manifieste
las del cielo”.
Y elogiando al papa León escribe esta preciosa octava:
“Fue aqueste gran pastor, no sólo experto
en letras, y muy docto en ciencias graves,
mas diole liberal el cielo abierto
de la elegante música las llaves:
diole la liga, el orden, el concierto
de las voces y números suaves,
y aquel diverso armónico artificio
de los ángeles bello ejercicio”.
La música angélica suena y resuena especialmente en el poema que dedica Bartolomé Cairasco de Figueroa al Arcángel San Miguel, titular y patrono de esta Real Academia:
“Sonaron luego las trompas y clarines
en el sagrado Templo Militante
y el eco resonó por sus confines,
y después del estruendo resonante
del belicoso estrépito y ruido,
que dio contento al coro circunstante,
sonó con gran regalo del oído
un músico concierto no terreno,
sino de allá del reino esclarecido.
Como después del furibundo trueno,
a los humanos ojos apacible
se muestra el cielo claro, el sol sereno,
así pasado el son de Marte horrible
satisfizo la música sonora
al consistorio sacro lo posible.
En ella se cantó la vencedora
fuerza de San Miguel que puede tanto,
que la del bravo Lucifer desdora,
y acabado el dulce canto
volvieron las virtudes soberanas
a la honra de Dios el mirar santo,
la cual considerando cuán ufanas
se mostraban de oír la bella historia,
volvió a cantar las guerras inhumanas
siguiendo desta suerte la victoria”.
La música, dice Cairasco, es bello ejercicio de los ángeles, pero no por ello deja de ser humana y alivio de los seres humanos; por ello asevera:
“El triste aprisionado,
el mísero cautivo,
el solo, el afligido, el viandante,
el monje y el soldado,
el manso y el altivo,
el justo, el pecador y el navegante,
el sabio, el ignorante,
el tosco, el cortesano,
el más esquivo y fiero,
el más grave y severo,
el pobre, el rico, el noble y el villano,
y todos los mortales
hallan cantando alivio de sus males”.
En la vida de San Vito se narra que viéndole su padre afligido o enfermo, pensó que su alivio sería la música:
“Y como con la música acordada
descansa el afligido pensamiento,
diestros y varios músicos vinieron
que al enfermo cantaron y tañeron”.
La música como medicina ya se contempla en el Antiguo Testamento. En el capítulo 16 del libro primero de Samuel se relata que “cuando el espíritu malo asaltaba a Saúl, tomaba David la cítara y la tocaba. Saúl encontraba calma y bienestar y el espíritu malo se apartaba de él”. Y don Quijote decía “quien canta, sus males espanta” (capítulo XXII de la primera parte).
Y como colofón de este apartado de la música, es interesante exponer que el músico Bartolomé Cairasco dejó escrito un guión o libreto para cuatro voces. Está en el capítulo de los santos mártires Timoteo, Hipólito y Sinforiano. Dice así:
“Tres voces, un tenor, tiple y contralto
cantan un tres en este alegre día,
que de los nueve coros el más alto
gusta de oír la dulce melodía:
ut, re, mi, fa, sol, la, suben de un salto
hasta la soberana monarquía,
y no es admiración que vuelen tanto
por llevar el compás clamor santo”.
Van entrando en escena los solistas para cantar la vida de los tres mártires. Primero interviene el tenor para cantar la vida de Timoteo. El segundo en actuar es el contralto que canta el martirio de Hipólito: “cantó con voz suave tan jocundo, al tiempo que su muerte se pregona, como el cisne a la orilla del meandro”. La tercera voz, el tiple, fue el propio Sinforiano, y su madre, soprano, la cuarta voz: “y al referido tres, fuera de uso, echó una cuarta voz tan ingeniosa, que acrecentó el consuelo al joven fuerte”. El mejor homenaje que podríamos hacer a la figura de Bartolomé Cairasco es poner música al martirio y tragedia de estos tres santos y llevarla a escena. Otro relato escribió nuestro poeta para representarse como obra de teatro. Me refiero al martirio de San Adrián y compañeros mártires. Está configurado como una tragedia de tres actos y coro. Con una respetuosa adaptación podría ser escenificada en nuestras plazas o salas de teatro.
Anteriormente he citado El Quijote. Como estamos en la Academia de Bellas Artes, vuelvo a él para recordar el episodio que narra la conversación que el hidalgo caballero tuvo con su escudero Sancho Panza. Este episodio lo ha recordado Armas Marcelo en un artículo en ABC referido al maltrato que está recibiendo la cultura en esta época de crisis, titulado “En el furgón de cola”. Cuando Sancho Panza le pregunta a don Quijote por qué razón un caballero de su categoría repara, enaltece y hasta admira a la jauría de artistas, payasos y saltimbanquis que se encuentra en el camino, don Quijote contesta con decisión: “Porque nos ayudan a quitarnos nuestros miedos”. Porque nos ayudan a quitarnos nuestros miedos y, por consiguiente, añado yo, nos abren la senda de la libertad.
Por mi condición de sacerdote, quisiera terminar con una frase del papa Pablo VI, pronunciada en el encuentro con los artistas en la Capilla Sixtina en el año 1964: “Os necesitamos. Nuestro ministerio necesita vuestra colaboración. Si nos faltara vuestra ayuda, el ministerio sería balbuciente e inseguro y necesitaría hacer un esfuerzo, diríamos, para ser él mismo artístico, es más, para ser profético. Para alcanzar la fuerza de expresión lírica de la belleza intuitiva, necesitaría hacer coincidir el sacerdocio con el arte”. Y en el mensaje dirigido a los artistas en la clausura del Concilio Vaticano II, el papa afirmó: “Este mundo en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, es lo que pone la alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une las generaciones y las hace comunicarse en la admiración. Y todo ello por vuestras manos. Recordad que sois los guardianes de la belleza en el mundo”.
Con esta hermosa cita acabo mi discurso. Es el momento de expresar mi profundo agradecimiento a la Real Academia Canaria de Bellas Artes de San Miguel Arcángel por haberme acogido entre sus miembros. Muchas gracias señora presidenta, muchas gracias señores académicos. Es para mí un gran honor pertenecer a la Academia, pero también un gran compromiso. Cuenten con mi total disposición en lo que pueda servirles. Muchas gracias a todos los asistentes a este acto, gracias por su atención y cariño.